EL SIRVIENTE, DE JOSEPH LOSEY
Descubriendo a Joseph Losey
A propósito de El sirviente (1963)
Joseph Losey es un nombre que siempre había tenido en el punto de mira. Como amante del cine, sabía de su existencia y conocía los títulos de sus películas de referencia. Había leído que huyó de los Estados Unidos perseguido por sus ideas marxistas, convirtiéndose en los 60 y los 70 en uno de los nombres de referencia para la intelectualidad europea. Sabía también que era bisexual, que se sentía muy cercano a Bertolt Brecht y que trabajó en varias ocasiones con Harold Pinter. Sin embargo, nunca había visto una de sus películas. El tiempo es limitado y, lo reconozco con cierto remordimiento, los placeres culpables suelen interponerse en el camino del descubrimiento. También es cierto, y quizá digo esto para reconfortarme, que uno no puede dedicar su existencia entera a “lo importante”, o corre el riesgo de convertir el placer en obligación, y eso sería hacerle un flaco favor a aquello que amamos. El caso es que, ahora que el Festival de San Sebastián ha recogido el guante de recuperar la figura de este director inglés, he decidido adentrarme por primera vez en su cine. Tirando del canon que tan bien aprendido tengo, he optado por iniciarme en el mundo de Losey a través de El sirviente, probablemente su filme más emblemático.
Reconozco de antemano que hay un tipo de cine, esencialmente europeo que me estomaga. Es un cine que no se presenta en proceso de búsqueda, sino que aparece, altivo, proclamando que ya ha encontrado todo lo que buscaba. Ese cine (y me vienen a la cabeza Gertrud, de Dreyer y las Histoire(s) du cinema de Godard) te pide que te calles y escuches, como si estuvieras asistiendo a la ponencia de un pensador alemán. La duda es para los débiles, parece afirmar, o, como decía Tarkovski en Esculpir en el tiempo: “No hay nada más carente de sentido que relacionar términos como ‘búsqueda’ o ‘experimento’ con una obra de arte”. Nada más carente de sentido para mí que esa afirmación.
Todo esto viene porque siempre había asumido que la obra de Losey encajaba en esa forma de entender el arte cinematográfico. Por tanto, no me pilla por sorpresa que El sirviente esté llena de grandes conceptos, pero sí me ha sorprendido hasta qué punto el director inglés los envuelve de carne humana. Esta historia sobre la relación de dominación que se establece entre un mayordomo y su señor en el Londres de los 60 plantea muchos de los grandes temas de la época: las relaciones de poder a través del sexo, la lucha de clases, la guerra de sexos, la culpabilidad provocada por las pulsiones ocultas, la decadencia de la aristocracia… Todo de la mano de un guion de fuerte autoría, poblado por todas las obsesiones de Harold Pinter.
Equilibrando lo intelectual y lo emocional, Losey arropa la buscada artificialidad de los diálogos y las situaciones con una puesta en escena que otorga a los personajes una palpitante fragilidad. Incluso el diabólico sirviente, interpretado por un Dirk Bogarde que hace gala de una impresionante gama de registros, resulta cercano y quebradizo a pesar de sus esfuerzos por parecer siempre en control de la situación. Durante buena parte del metraje de El sirviente, sus grandes conceptos se funden con la vida y sus imperfecciones de forma orgánica. Hay una cierta artificiosidad en las composiciones, pero está brillantemente matizada por la fotografía de Douglas Slocombe y el trabajo casi desesperado de los intérpretes. De hecho, esa artificiosidad no hace más que favorecer la sensación de que estamos asistiendo a una charada, una penosa revolución en la que un sirviente y un aristócrata cambian de roles con el único propósito de humillarse y darse placer mutuamente.
Es una pena que, en su último acto, las elipsis se vuelven más bruscas, la planificación más extrema, los diálogos más artificiales y las ideas más evidentes. Los personajes dejan de ser personas para convertirse en conceptos con patas que destruyen el cuidado equilibrio del filme hasta el momento. Es una pena, como digo, porque a partir de ese momento todas esas grandes ideas dejan de aplicarse al ser humano para trabajar sobre la nada, y lo que parecía una narración se convierte en una disertación. Nada malo en ello, supongo, pero da pena descubrir que, donde creías que habías entablado un dialogo, no hay en el fondo otra cosa que un monologo.
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«Es una pena que…», que…, que… QUE HAYA CRÍTICOS TAN NARCISOS COM EL QUE HA ESCRITO LA PARTE FINAL DEL COMENTARIO. Vuelven lo natural artificial e intentan volver lo bello feo o lleno de defectos.
Por eso no dejo mi mail ni mi nombre.