CUSTODIA COMPARTIDA
El Otro
Mucho han cambiado las cosas desde que Hitchcock filmara las escenas de amor como si fuesen asesinatos y los asesinatos como escenas de amor. Ahora, en la Francia de Emmanuel Macron y Marine Le Pen, en Custodia compartida Xavier Legrand filma los fines de semana de un padre divorciado con su hijo como escenas de suspense, y la violencia de género como puro terror.
El padre es el actor Denis Menochet y caracteriza al protagonista como el monstruo de la Francia contemporánea; aunque Antoine inicialmente engañe a la jueza y, tal vez, al espectador. Ahí está: grande, imponente, escuchando las acusaciones de maltrato, dejando que su abogada hable por él; parece humillado por lo que le acusan, sinceramente preocupado por qué pensará su hijo de él. La jueza habla por nosotros cuando admite la dificultad de discernir quién de los dos, el padre o la madre, está mintiendo más. Pero Antoine accede a la custodia compartida por falta de pruebas: mantiene la presunción de inocencia. Durante la primera mitad de Custodia compartida Legrand va poniendo cerco a esta presunción de inocencia a través del suspense, y de una sucesión de pruebas indirectas sugeridas por la puesta en escena. Se trata de demostrar el error de la jueza, de desconfiar de una justicia demasiado blanda, demasiado garantista.
Antoine tiene la corpulencia de un ogro y las manos grandes como la cabeza de un niño. Tiene la mirada torcida de Vincent Cassel si en lugar de a actor se hubiese dedicado a la albañilería. Los fines de semana de visita recoge a Julien en una furgoneta blanca en la que ha dormido más de una mala noche. Le dedica apelativos tiernos y viste la camisa de gala de un albañil grandote en fin de semana: espera (y exige) poder ver a “su mujer”. No sé si de veras Antoine es albañil -el estereotipo de un albañil-, porque en la película sólo se define por el trato hacia su exmujer y sus hijos, pero todo indica que pertenece a una clase muy distinta de a la que se dirige Custodia compartida. Después de recoger a Julien le conduce en la furgoneta blanca hasta la casa de sus padres, los abuelos del niño: es una familia encantadora a la mesa si no te importa que sean cazadores y que uno de los pocos comentarios de la madre sea para recoger los platos… poco más de ellos nos dice Legrand, no lo considera necesario. Se trata de una de esas familias tradicionales que aún quedan en las zonas rurales y a las que resulta tan fácil mirar por encima del hombro de la ciudad. Antoine es moreno, grande, de piel morena y parece nacido en el sur de Francia, tostado bajo el sol o, tal vez, descendiente de segunda o tercera generación de emigrantes del Magreb. Por el contrario, su mujer y su hijo son rubios, blancos como las fantasías de un aristócrata y aunque viven en una vivienda de protección oficial su ropa, su sensibilidad, sus fiestas y su forma de vida son más parecida a las del público de Legrand (¿nosotros?). Llaman a Antoine “l’autre” -el Otro, “ese”- y, no lo duden, es un maltratador violento y peligroso, y deberían haber sabido leer las pruebas: su clase, su familia, su tamaño, sus maneras bastas, su color de piel.
Me pregunto cuántos mantenemos la presunción de inocencia de Antoine hasta su primer estallido de violencia, si acaso serán cosas mías o cómo influirá en ello la variable del género. Puede que bajo la mirada de Legrand la reacción lógica -así lo sugiere el mecanismo del suspense- sea la de considerar a “el Otro” una bestia desde el primer instante, en tensión por cuándo volverá a actuar. No me considero especialmente ingenuo u optimista pero hasta ese primer estallido yo mantenía dos posibles lecturas: la final -Antoine es un maltratador. Fin- y la alternativa: Antoine es un bruto y un mal padre pero lo más terrible es cómo acosa a su hijo para saber sobre su exmujer y forzar un nuevo contacto con ella, y la manera en que el crío se ve obligado a ser una parte activa en la ruptura de sus padres, obligado a mentir y a odiar. Y uno llega -y esto es lo inquietante- a preguntarse por el papel de una madre, en off durante casi toda esta primera parte, dispuesta a entregar a su hijo pero no a salir a hablar con el padre, e incluso piensa si no estará castigando a su exmarido a través de él. Llegado de las complejidades del mundo real y ante las apariencias del realismo social, nada prepara al espectador para hasta qué punto el Otro es monolítico, peligroso y amenazante para Legrand.
En los encuentros de Julien con su padre la cámara siempre está a favor del niño. Atenta a capturar la tensión a que es sometido y el sufrimiento que debe soportar por culpa de las garantías del sistema judicial. Sin embargo, una vez se desenmascara la brutalidad de Antoine la narración se desplaza del verdugo a las víctimas y el suspense deviene puro terror. En el terror de una madre -rubia, blanca, con el miedo escrito en sus ojos claros y la tensión de los músculos del cuello- acosada por un exmarido maltratador que ha sido amparado por el Estado.
En este momento se vuelve más evidente que nunca aquél sentimiento que lo estructura todo para Legrand: el terror hacia el otro. En apariencia un drama social, Custodia compartida rompe a menudo con el naturalismo para impactar al espectador con aquel plano frontal que más directamente muestra el sufrimiento de las víctimas. Sucede en la terrorífica escena final en el baño, digna de esos slashers en los que jóvenes hermosas y blancas son castigadas y asesinadas por el Otro. Allí, en el baño, la cámara prescinde de cualquier posición natural para subir a un plano cenital desde arriba de la bañera, donde madre e hijo se esconden abrazados y temblando de miedo; sólo así podría Legrand filmar su terror de cara.
Finalmente, antes de unos créditos en silencio con los que prolongar el shock y el terror, la película que comenzaba con una llamada a la jueza se cierra con la intervención de un testigo, que reacciona individualmente ante la ineficacia del sistema judicial. De la misma manera Custodia compartida es tan frontal en su reacción al Otro y a las garantías que le protegen y en su recreación en el sufrimiento y el miedo que corresponde al espectador cómo responder ante ello. A mí me aterroriza.
Custodia compartida (Jusqu’à la garde, Francia, 2017)
Dirección: Xavier Legrand / Guión: Xavier Legrand / Producción: Alexandre Gavras para K.G. Productions / Fotografía: Nathalie Durand / Edición: Yorgos Lamprinos / Diseño de producción: Jérémie Sfez / Reparto: Léa Drucker, Denis Ménochet, Thomas Gioria, Mathilde Auneveux
Sin duda alguna que la custodia compartida es una manera de garantizar a los menores un correcto desarrollo psicológico y emocional aun después de la separación de sus padres.
Sin embargo, la película demuestra de una excelente manera lo que puede pasar cuando no se maneja este régimen de manera prudente y madura.
No parece que Legrand cuestione tanto el proceso concreto con el que se abre la película como la «custodia compartida» en sí misma. Y va más allá: lo que cuestiona exactamente es la presunción de inocencia. La jueza concede la custodia compartida porque no hay evidencias -y Legrand no insinúa que las hubiera- de maltrato. Lo que sigue es una película de terror sobre cómo una justicia garantista hace a las familias blancas, rubias y perfectas vulnerables al Otro.
El final es, pues, coherente. El conflicto no termina de vuelta en los tribunales y con una nueva resolución; sino con la intervención de una testigo y la intervención policial. Una llamada a desconfiar de los tribunales e intervenir directamente.
Es, en resumen, la manifestación más perfecta de ese fascismo de «extremo centro» que crece cada día en Francia así como en España.
Un abrazo, y muchas gracias por tu comentario
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