CURTOCIRCUÍTO 2020: SECCIÓN PENÍNSULAS
Repensar la realidad
La 17ª edición del festival internacional de cine Curtocircuíto ha tenido lugar un año más, un año complicado aunque no imposible de capear como vienen demostrando tantos festivales durante estos extraños meses. Este año el festival compostelano ha apostado por exhibir su programación en el catálogo de la plataforma Filmin además de seguir ofreciendo el visionado en salas marcado por las nuevas medidas sanitarias. Esta decisión ha hecho que tantos buenos trabajos cinematográficos hayan sido puestos a disposición de muchos más ojos a lo largo y ancho de toda España. Este ha sido el caso de la sección Penínsulas, precisamente dedicada a cortometrajes realizados dentro de nuestra geografía.
Recorriendo las 12 propuestas seleccionadas en esta edición, en Penínsulas se atisba una especie de espina dorsal que recorre todas ellas y que pasa por la reflexión sobre uno mismo y su alrededor. En última instancia, lo que ello supone es una revisión sobre lo establecido, de poner el foco en pequeñas historias que nos abren la puerta a un mundo mucho más grande y complejo en cuanto se nos deja entrar en ellas. En Los Páramos (Jaime Puertas, 2020), Mención Especial del Jurado, esta lucha por romper la superficie e ir descubriendo poco a poco el corazón de la protagonista, con sus luchas internas y externas que muchas veces se vuelven una, se desvela como uno de los paradigmas más personal de toda la muestra a través de la historia de una mujer gitana atrapada por su propio presente.
La soledad también es uno de los temas que, inevitablemente, marcan la mayoría de los cortometrajes de Penínsulas puesto que parece una consecuencia firme al diseminar la pregunta qué es mi realidad en busca de respuestas. Lonely Rivers (Mauro Herce, 2019) es la que atiende a este hecho de una manera mucho más central. El director organiza la narración alrededor de la idea del karaoke, el mejor medio que han encontrado los numerosos trabajadores de un navío en medio del mar como paliativo a la soledad que provoca su condición. Persiguiendo sin mucho éxito esa especie de sueño americano que nunca existió, el espectador y los trabajadores del barco se hacen uno cuando aparecen unas palabras en la parte inferior de la pantalla con la letra de la canción que está sonando y que es prácticamente imposible de no entonar. Ahí el sentimiento de soledad se hace patente dejando claro que este es el único punto en común en toda nuestra avanzada sociedad llena de falsas promesas.
En esta pregunta sobre la realidad caben muchas respuestas posibles que pasan también por repensar el entorno. Así, en Penínsulas nos encontramos propuestas como la que se plantea en Gorria (2020) la directora Maddi Barber donde, a través de unos planos por lo general bastante cerrados y grabados con una cámara de 16mm otorgando una textura artesanal, peso y tradición a la imagen, la directora nos cuenta la cotidianeidad de la labor ganadera por muy cruda que esta pueda llegar a ser. Esta sucesión de escenas no pretende imponer su criterio ni juzgar los procesos, esa última valoración la debe hacer el espectador, Barber se ha limitado a ponerle cara a cara con una determinada realidad cuya dureza o no deberá juzgar él mismo una vez mostrados todos los datos. Algo parecido ocurre en Reserve (Gerard Ortín, 2020) aunque, esta vez, sí que hay un cierto grado de denuncia evidente. Con esta historia, con el ser humano interfiriendo en la deriva lógica de la naturaleza, el director busca retratar una realidad artificiosa a la cual se ha tenido que llegar a raíz de la desaparición del lobo en los bosques norteños de la península, piedra angular por ser uno de los mayores depredadores de la zona y, sin el cual, todo el ecosistema comienza a fallar. Causa y problema a la vez, el ser humano comienza a poner medidas para salvar ese escalón, medidas y también realidades que, una vez más, deja al espectador juzgar. Buscando este mismo grado de objetividad, nos encontramos con La sangre es blanca (Óscar Vincentelli, 2020), narración de una corrida de toros donde las imágenes se nos presentan en negativo y en blanco y negro, centrándose únicamente en los dos agentes que interactúan en ellas: los toreros y los trabajadores adjuntos a ellos, y el toro. La saturación de la imagen y la erradicación de elementos externos como el público, los trajes de luces o la propia plaza eliminan de la ecuación todo lo que disfraza esta controvertida tradición dejando exclusivamente el hecho en sí. La sangre, que percibimos blanca al aplicar esta lógica, se ve nítida en la imagen, subrayando su presencia. Y de nuevo, nada más. El espectador juzgará. Esta lógica en la puesta en escena, así como el novedoso tratamiento del tema, le ha valido a La sangre es blanca como merecedor del Premio Penínsulas.
Y en esta encrucijada de repensar no solo el entorno sino también lo que es uno mismo en consonancia con él se encuentra el trabajo de Èrika Sánchez en Panteres (2020) donde aborda una cuestión nada fácil de responder como la de qué es ser mujer. Se arma, para ello, de una precisa puesta en escena construida sobre lo físico y con una fascinante historia circular para hacer un valiosísimo viaje a través del retrato del cuerpo, su diversidad y, en conjunto, de lo que es la identidad femenina. También en la sección Penínsulas se encuentran estas mismas premisas de relacionar la identidad con el entorno en Günst ul vándrafoo / Ráfagas de vida salvaje (Jorge Cantos, 2019). Aquí el director enfatiza las emociones, sentimientos y reacciones de sus personajes y los hace interactuar en unos escenarios más o menos definidos o cerrados que se antojan irreales. Esto hace que, en conjunto, a veces de la sensación de estar ante animales encerrados en un zoo condenados a ser vistos desde fuera por unos constantes visitantes. En última instancia, el autor parece hablarnos en su cortometraje de las diferentes formas de libertad que son determinadas por el entorno y la propia percepción del individuo que la disfruta y que la desea.
Sin duda, la apuesta más íntima de toda la selección de la sección Penínsulas viene de la mano de Carla Simón y de Dominga Sotomayor en Correspondencia (2020), que ya pudimos comentar en la crónica de Zabaltegi-Tabakalera en San Sebastián. La premisa es simple: dos directoras se envían unas cartas en las que cuentan sus experiencias y reflexiones sobre su presente, su pasado y su futuro. Las cartas son redactadas en el lenguaje que mejor conocen ambas, el lenguaje del cine. Es Carla Simón quien empieza abriéndose al espectador. La cineasta, que ya está acostumbrada a tratar su propia vida en la gran pantalla como en Verano 1993 (2017), en esta ocasión va un paso más allá al narrar sin ninguna pretensión el sentimiento de pérdida de su última abuela. En su espacio ella habla de duelo, de toda la sabiduría, de toda la ternura, de toda la comunión con un ser querido que se ha ido para siempre con la pérdida de sus recuerdos y de la reflexión sobre la propia vida que conlleva la reflexión sobre la muerte. Sotomayor contesta con retazos de su realidad chilena, donde también hay muerte, muerte por parte de las instituciones, muerte que sucede en el propio portal de la casa. Es interesante ver cómo se yuxtaponen imágenes y testimonios del pasado con los del presente, llegando incluso a confundir al espectador. Esta es una de las maneras en las que las directoras nos hacen ver que el pasado existe necesariamente en el presente, porque sin él, no podría explicarse este último. Porque al final somos las personas a las que hemos amado.