CRÓNICA DE LA SECCIÓN OFICIAL – ROTTERDAM 2022
Crónica de la Sección Oficial del Festival Internacional de Cine de Rotterdam (2022)
«Cara A», por Juanma Barbero Fornet
El Festival de Rotterdam abre sus puertas este 2022 en una nueva edición telemática a razón de la pandemia mundial, que insiste en hacer del encuentro cinéfilo y cinematográfico un milagro. Rotterdam supone, independientemente de su formato, la primera cita de relevancia en el tour anual de grandes (por mediáticos) festivales europeos, seguida por sus “hermanos mayores”: Berlín, Venecia, Cannes, Locarno y San Sebastián.
La pasada edición, que celebraba además el 50 aniversario del festival, tuvo como gran ganadora en su Sección Oficial a Pebbles, del director indio P.S. Vinothraj. La edición número 51, la que nos ocupa, cuenta con un total de catorce títulos en su Sección Oficial, y será en esta parte de la crónica donde hablaremos de siete de ellos.
Algo a destacar, antes de entrar de lleno en las películas visionadas, es la aparente homogeneidad estilística que cada vez impera de forma más pronunciada en los festivales de cine. No en vano, también es cada vez más habitual escuchar la chanza o muletilla de “película de festival” en textos de pequeñas y grandes líneas editoriales. Estas siete películas no podrían llevar una etiqueta más evidente que la recién mencionada “de festival”. Obras formalistas, de pulso conceptual milimétrico y de inquietudes sociológicas con discurso pendenciero.
La primera de ellas, siguiendo un orden de visionado cronológico, se trata de Achrome, el segundo largometraje de la cineasta rusa Maria Ignatenko. Drama que, sin ser una película bélica, relata en un contexto bélico los días de Maris como voluntario de la Wehrmacht durante la ocupación nazi de los países bálticos. Se trata de una película fiel a su título, con una fuerte carga pictórica en sus imágenes y escenas de cotidianidad militar, propensas a un realismo de colores apagados y naturaleza muerta. La soldadesca colaboracionista se cobija de la niebla y de un enemigo invisible para el espectador en las tripas de un monasterio rural. La inacción es clave para comprender al protagonista de la película, y a la misma película por extensión. Ignatenko persevera al rodar con lentitud tanto a sus actores como a la orfebrería, los detalles arquitectónicos y útiles militares que pueblan los barracones improvisados del monasterio. Lo más volátil que encontramos en Achrome son estas rupturas alegóricas donde se desarrollan los conflictos morales del necio Maris. En ellos, la niebla engulle una imagen cada vez más monocroma. Esto nos podría llevar, en última instancia, a Achrome, el cuadro de Piero Manzoni con el que buscaba crear la imagen material no-narrativa, manufacturando así una “nada” de pura superficie desprovista de color.

De la obra que rehúye del color encontramos a Silver Bird and Rainbow Fish, la íntima crónica social del director y animador Lei Lei. En este video-ensayo conceptual de plastilina e imagen de archivo coloreada ocasionalmente con lápices de cera, Lei Lei rememora en compañía de sus familiares la Revolución Cultural China, así como todo lo que supuso para ellos en aquel momento. Los espacios entre la narración histórica y la entrevista personal (en off) son rellenados por secuencias de animación Pop Art de muy marcado estilo entre lo cubista y lo caricaturesco. Motivo evidente con el que se nos presta la óptica de un niño incapaz de entender los cambios por los que está pasando su país, y, por ende, su propia vida. Lo más interesante de Silver Bird and Rainbow Fish es su apariencia de obra en construcción, su forma de encadenar recuerdos (imágenes) que no son del propio director, ayudándose de las (vagas) rememoraciones de su padre, un hombre mayor cuyas reflexiones finales desvelan una ligera decepción por la animación poco realista de la película de su hijo.
El cine de Sam de Jong hace daño a la vista (para bien, para mal). En Met mes, la película que participa en la Sección Oficial del Festival de Rotterdam, los colores saturados y sus formas de videoclip hacen piña para unos malabares de cine social, sátira televisiva y comedia absurda-surrealista. Un enredo iniciado por el robo de una cámara de vídeo a una estrella de la telebasura holandesa en horas bajas y por un protagonista inmigrante pícaro, pero de buen corazón, que no puede vivir sin unas gafas de sol horteras. El esteticismo colorido y conscientemente feísta de Sam de Jong crea en la retina una incomodidad apropiada para acompañar eal aspecto más transgresor de su narrativa. Es en las escenas de mayor carga emocional (aquellas donde se juguetea con la noción de la posverdad periodística) cuando el filtro pastel queda oscurecido parcialmente, cuando se mira a cámara y se reconstruyen escenarios y situaciones cuya artificiosidad cobra nuevo (y mucho más valioso) significado.

Excess Will Save Us, Premio Especial del Jurado en esta edición, nace, como nacen habitualmente muchas óperas primas: de un cortometraje. El cortometraje homónimo original fue estrenado en 2019 como un documental que recogía los chismorreos paranoicos de una pequeña población del norte de Francia. Específicamente hablando, de sus insinuaciones e hipótesis sobre una posible amenaza terrorista. En el corto, la directora Morgane Dziurla-Petit disfrutaba de la compañía de los habitantes de su pueblo natal, Villereau. Recogía con supuesto fin social las excentricidades de su clan familiar y de otros personajillos locales, que con brutal honestidad cargaban contra la población musulmana de Francia entre chascarrillos xenófobos. Un divertimento que se servía de las postales rurales y los encuentros con los campesinos para conocer de primera mano las inquietudes y habilidades de la joven cineasta. La película es harina de otro costal. Una continuación que rememora (y celebra) todo lo recogido en el cortometraje a modo de documental ficcionado. Como si de una secuela se tratase, nos reencontramos dos años después con la mayoría de individuos que protagonizaron el corto, esta vez interpretándose a sí mismos en un metacomentario que nos lleva incluso al Festival de Cortometrajes de Clermont-Ferrant, en la (falsa) première de la Excess Will Save Us primigenia. Dziurla-Petit crea a su vez nuevas narrativas que van de lo banal (la relación de su prima con un joven de origen árabe) a lo “cómico” (la matanza de un corral entero de gallinas a manos de un par de borrachos), con el cine social como nexo de unión algo anquilosado en una actualidad que no parece interesarle demasiado a su directora.
Juichiro Yamasaki presenta en la Sección Oficial del Festival de Rotterdam su tercer largometraje: Yamabuki. Kerria japonica es el nombre científico para el yamabuki, un rosal japonés de flores amarillas que tiende a crecer a la sombra de las laderas de las montañas de Japón. El yamabuki es la catarsis que utiliza el cineasta japonés para una secuencia de trágicos sucesos que afectan (sin unir) a los protagonistas de esta película de historias paralelas. Filmada en 16mm, Yamabuki hace de su presentación, de su granulado, su mayor motivo de orgullo. Pues sin demasiado riesgo formal, el comentario social anti-belicista se traspapela con un caprichoso drama familiar cuya lógica reside en la dinámica de causa-efecto que se autoexige el guion hasta su conclusión.

De todo el festival, The Cloud Messenger es sin duda la película que fracasa de forma más interesante a la hora de contar su historia de romance trágico, uno cuyo amor va más allá de las fuerzas metafísicas que gobiernan el mythos de la misma. En una estricta escuela en la India, dos estudiantes inician un idilio bajo la amenazante presencia de Lord Ravana, el rey de los demonios raksasas. La película es interrumpida ocasionalmente por apariciones de deidades hindúes representadas de forma performática, influenciada por diferentes vertientes del teatro indio como vienen siendo el Kutiyattam, el Theyyan o el Kathakali, formas que combinan la danza con narraciones fantásticas y fabulísticas. Rahat Mahajan, director, guionista, productor, editor y director de fotografía de la cinta, presenta una película de pura gigantomaquia cinematográfica (la más ambiciosa de todas las películas de la Sección Oficial de Rotterdam). Ambición desmedida que hace que el primerizo director varíe entre la estética realista y la poesía visual “malickiana”. Contemplativa y ritualista en su tratamiento de las costumbres hinduistas, pero también de un exceso estético que la hace caer en no pocas ocasiones en un exotismo casi cómico.
Política, sociedad y tradición. Rotterman da la impresión de servir este año más como escaparate ideológico que como festival de cine. De nuevo, se trata de la primera gran cita “festivalera” de cada temporada, y muchas de las películas que resonarán en medios, redes e incluso otros festivales son descubiertas en el evento holandés. Resulta decepcionante la enorme apatía e indiferencia que transmiten cada una de estas películas. A excepción de una en concreto. Kafka For Kids, del israelí Roee Rosen, es una obra nociva y perjudicial. Intelectualismo disfrazado de programa infantil que adapta mediante animación, números musicales y performances caricaturescas La Metamorfosis de Franz Kafka. Capas y capas de ironía recubren un ejercicio de provocación obvio y desmedido, que no conoce límites a la hora de ridiculizarse a sí mismo de forma continuada “por los loles”, incluso en su intento (muy avanzada la película) de madurez y denuncia del conflicto árabe-israelí, la ridiculez y pretenciosidad formal (cambio de relación de aspecto, incluido) acaban reinando en esta oda al cine chabacano.

«Cara B», por Daniela Urzola
En su segunda edición online, el Festival Internacional de Cine de Rotterdam (IFFR) recopiló un total de catorce títulos en la sección oficial conocida como “Tiger Competition”. Obras que varían en sus formatos, propuestas estéticas y países de origen, incluyendo tres películas latinoamericanas de entre las que se destaca la gran ganadora del certamen: EAMI (Paz Encina, 2022). El film paraguayo reconstruye, a través de la mirada -real e imaginada- de una pequeña niña, la historia del grupo indígena conocido como los ayoreos, quienes habitan partes del territorio de Bolivia y Paraguay. Con un claro comentario en torno a la invasión de agentes externos -los no ayoreo, a quienes ellos llaman los “coñone”- y la deforestación que este conflicto ha conllevado, EAMI -que en el castellano se traduce como árbol- propone un viaje visual de tono contemplativo y poético, que intenta mostrar la manera en que se construye un mundo imaginario en la mente de su joven protagonista. La narración se transmite a través de su mirada y es su rostro al que la cámara vuelve una y otra vez a través de largos planos estáticos. Su rostro con los ojos cerrados, enfatizando la dimensión onírica de la narración, pero también con los ojos abiertos: el máximo símbolo del despertar consciente. EAMI plantea preguntas como: “¿cómo sanar una herida que experimenta tanto dolor?” o “¿somos los mismos cuando perdemos a alguien que amamos?”. Para la protagonista, ese alguien que ama es su amigo imaginario, pero es también su tierra, su pueblo, su propia esencia, que se ha visto arrebatada por los “coñone”. Es así cómo la película mantiene siempre presente una contundente crítica política, pero una que resulta más sugerida que explícita, al hacerlo todo mediante un lenguaje cercano a lo experimental que logra llegar más allá de lo superficial.

Los otros dos films que componen la tríada latinoamericana en la sección son Malintzin 17 de Mara y Eugenio Polgovsky y Proyecto Fantasma de Roberto Doveris. La primera de estas propuestas toma la forma de un diario del fallecido director mexicano Eugenio Polgovsky, reconocido en el circuito de festivales internacionales por sus documentales Trópico de Cáncer (2004) y Los herederos (2008). Desde la ventana de su piso en Ciudad de México -cuya dirección exacta es, en efecto, Malintzin 17-, Polgovsky grabó durante siete días a una paloma que había colocado su nido en el cableado de su calle: algo que llama la atención a su hija Mile. Así, este pájaro se convierte en un pretexto a partir del que Polgovsky retratará esa relación con su hija desde la mirada más personal, así como la relación de los dos con el espacio que les rodea: su barrio y todo lo que en él acontece; todo lo que la cámara logra capturar alrededor de ese nido. Y lo que hace de este retrato íntimo algo aún más tierno es el hecho de que se recupera y estrena años después de su muerte, a través de su hermana Mara Polgovsky, quien figura como codirectora del film. Esto no sólo imprime a la película una dimensión nostálgica como un decidido homenaje al director, sino que también implica una necesaria reflexión en torno a la idea de autoría. Algo aún más curioso cuando se tiene en cuenta que se da por sus condiciones de distribución y no de realización.
Por su parte, la producción chilena Proyecto fantasma presenta otro tipo de reflexión en torno a la creación artística a través de un retrato de la condición de un artista joven y sus luchas -tanto internas como externas, personales o profesionales-. Se trata de una especie de coming of age adulto que mantiene un tono cercano a la comedia al mismo tiempo que involucra elementos que habitualmente no se encuentran en una historia de este talante. Elementos como la animación ocasional y, por encima de todo, el fantasma con el que Pablo, el protagonista, se relaciona, que habita en su casa y con el que incluso llega a tener intimidad física. Una figura que se saca de su espacio habitual -a saber, el género del terror- para resignificarla en un terreno nuevo. Proyecto fantasma no termina de funcionar como propuesta formal, pero en definitiva plantea un camino diferente para aproximarse a conflictos más o menos presentes en el diario vivir de los artistas jóvenes. “Los fantasmas quieren liberarse”, exclama una de sus amigas cuando intentan descifrar por qué está intentando comunicarse con él, y al final es eso lo que Pablo busca también.

Viajando hacia el norte del continente americano, nos encontramos con otra película que pone en evidencia los conflictos de la generación millennial. The Dream and the Radio de Renaud Després-Larose y Ana Tapia Rousiouk es quizás una de las películas más experimentales de toda la selección, usando el formato en vídeo y el montaje desigual a través de fundidos constantes e imágenes superpuestas que le otorgan al film una materialidad notoria. No obstante, lo que podría resultar en un interesante ensayo visual acerca de una generación acaba por ser una amalgama incoherente de imágenes, que no funciona ni por su tono nostálgico ni por la sobre experimentación que intenta pasar por estética novedosa.
Es esa coherencia formal que no alcanza la película canadiense lo que en definitiva logra L’enfant (A criançca), escrita y dirigida por el dúo francés compuesto por Marguerite de Hillerin y Félix Dutilloy-Liégeois. La película de producción portuguesa tiene una de las propuestas formales más redondas de la Tiger Competition: una película de época con un lenguaje que, desde lo visual hasta lo musical, se fundamenta en el Barroco que ella misma busca retratar en su historia. Incluso se podría decir que la puesta en escena es barroca en sí misma, propendiendo constantemente por crear una obra de arte -cine- total. Los escenarios son, en su mayoría, profundamente teatrales: un espacio para los dramas propuestos entre los personajes, cuya historia gira en torno a Bela, un joven adoptado. Asimismo, la fotografía propone un juego atinado con la luz que resalta una y otra vez el claroscuro barroco, importando así herramientas propias de lo pictórico en la imagen cinematográfica. Todo, además, engrandecido por el empleo de El clave bien temperado de Johann Sebastian Bach, una de las más grandes obras de este período. Todo esto hace de L’enfant un film que no tuvo el reconocimiento que se merecía como una de las películas más destacadas de la competición.

Pero el verdadero problema de la 51ª edición del IFFR no reside en los premios otorgados sino en la calidad de la competición oficial en su conjunto, ya que, más allá de aquellas contadas películas que destacan entre la selección, ha sido especialmente notoria la ausencia de obras con propuestas estéticas coherentes e interesantes, sean estas más o menos experimentales. Esto hace que sea necesario plantear en los espacios críticos una reflexión en torno a los retos que aún deben superarse con respecto a los festivales en formato online. ¿En qué medida esto afecta la calidad de las películas que se presentan? ¿Cómo podemos enfrentarnos a las necesidades imperantes de un mundo que aún no alcanza la categoría “post-COVID” sin que el circuito de festivales se debilite? Son preguntas que surgen al finalizar esta edición del IFFR, pero que se encuentran latentes hoy en día en el ejercicio constante de la crítica. Preguntas que probablemente aún no tengan respuesta, pero que merece la pena dejar sobre la mesa para volver a ellas (cuantas veces sea necesario).