DAVID CRONENBERG (1974 – 1980). DE ‘VINIERON DE DENTRO DE…’ A ‘SCANNERS’
El mapa y el territorio: de Vinieron de dentro de… a Scanners
Además de ejercer de puentes comunicativos, las palabras definen, permitiendo la existencia consciente de aquello que nombran al mismo tiempo que acotan, categorizan y permiten leerlo como parte de un contexto más amplio del que se retroalimentan e integran. Seguramente por eso, y por encima de los demás factores que la convierten en un alto en el camino, es por lo que Videodrome (1982) supone un antes y un después en la obra del cineasta canadiense David Cronenberg. Icónico filme bisagra que, como apunta el compañero Pepe Sapena en su artículo La Nueva Carne de David Cronenberg, supuso el canto de cisne de una forma de abordar el cine cuya intensidad mutó a partir de entonces en formas audiovisuales más asumibles (y también, y por lo general, en películas superiores) para gran parte del público. Un punto de giro creativo indisociable del lugar que Cronenberg pasó a ocupar desde ese momento tanto desde una perspectiva industrial como (y puede que en consecuencia) también de respetabilidad cultural, capaz de condicionar el modo en que se asumían sus películas a la luz de una flamante condición de autor más o menos reconocido que culminaría muchos años después con Una historia de violencia (2005). Scanners
Situada medio camino entre estos dos primeros abordajes a lo cronenbergiano, Videodrome (1983) separa sus primeras producciones profesionales pagadas con dinero canadiense, en las que se tensaban hasta el desgarro las costuras de la moralidad propia del cine de horror más o menos estandarizado en el que se integran (ni que sea comercialmente), de las desarrolladas total o parcialmente bajo el paraguas financiero de la industria de Hollywood en los años posteriores. Un primer tramo de su filmografía en el que, libre y ajeno a cualquier sentido del recato engarza filmes tan virulentos y potentes en su imaginería como pueden ser Vinieron de dentro de… (1975), Rabia (1976), Cromosoma 3 (1979), la literalmente mucho menos visceral pero sólida Fast Company (1979) o, dejando a un lado Videodrome por su mentada condición de filme puente entre una y otra etapa en la carrera del cineasta, su regreso al ruedo de lo somático con Scanners (1980). Contemplando esta progresión (que obvia sus trabajos para la televisión canadiense, llevados a cabo por aquel entonces con fines puramente alimenticios y formativos) no deja de ser muy revelador el que fueran solo cuatro de estas cinco películas las que llamaron la atención de analistas y aficionados que pasaron de considerar a Cronenberg como un explotador de lo grotesco especialmente atrevido, a contemplarlo como un autor cinematográfico en celosa posesión de una cosmogonía creativa sin parangón, a través de lo que Videodrome ayudó a acotar (¿y reducir?) conceptualmente como Nueva Carne. Un diagnóstico imposible de definir hasta aquel 1982 en el que el mapa comenzó a dibujar el territorio inexplorado en el que Cronenberg llevaba ejerciendo de aventajado explorador desde 1975, con Vinieron de dentro de… y Rabia, su algo desvaída prolongación.

Pese a la similitud de sus tonos, a contar con guiones escritos por el propio Cronenberg y a una imaginería común, grotesca y muy sexualizada, o a ser dos proyectos impulsados desde la productora Cinepix, bregada en la realización de cine erótico en suelo canadiense, Vinieron de dentro de… y Rabia no podrían ser dos películas más diferentes en muchos de sus aspectos. La naturaleza coral de la primera de ellas choca retrospectivamente con el individualismo protagónico de la segunda, que fue aprovechado como gancho comercial al darle el papel principal del filme a la actriz de cine porno Marilyn Chambers. Pero ambas parten, en cualquier caso, de un experimento médico considerado fallido por sus máximos responsables pero no así, o no del todo, por Cronenberg vista la frialdad formal de la que hace gala. Vinieron de dentro de… tiene lugar en un complejo de apartamentos idílicamente presentados en una serie de diapositivas promocionales; imágenes congeladas que contrastan en su aséptica y mortuoria quietud con las que abren la película ya en movimiento, vivas, repletas de gente y, por tanto, prestas al contagio de un virus que llevará a los hombres y mujeres que viven ordenadamente a un caos (erógeno) social y físicamente devastador desde la perspectiva pequeño burguesa de los límites del cuerpo, la identidad y lo moralmente aceptable. Una película un tanto reiterativa en muchos de sus pasajes, pero que se ve beneficiada por su deshumanizada atmósfera, carente de dramatismo o capacidad de generar empatía, reforzando así la sensación de enfermiza inercia con la que el virus va tomando el edificio inexorable y naturalmente. Más allá de suponer la primera piedra de una arquitectura fílmica recorrida por un tono inconfundiblemente malsano, el relativo interés de Vinieron de dentro de… se sustenta, precisamente, en una imaginería sexual extremadamente perturbadora, contemplada desde una distancia moral que la hace todavía más incómoda de presenciar.
Rabia, por su parte, y a pesar de contar con algunos elementos temáticos afines a lo ya visto en Vinieron de dentro de… resulta considerablemente más adocenada por su proximidad argumental a muchos de los lugares comunes implementados en el género de horror de forma más o menos recurrente a partir de La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968). Esta vez, el virus que pone en jaque (y mate) al mundo tal y como lo conocemos surge de un imposible apéndice fálico injertado en la axila de una joven víctima de un fatal accidente de moto, que se despierta de su convalecencia con una sed de sangre que solo podrá paliar, temporalmente, aguijoneando/violando salvajemente cuerpos ajenos, convertidos en vehículos de un patógeno que se extiende como la pólvora por toda la sociedad. A pesar de algunas imágenes de impacto, y de al menos una, la del cierre de la película, que vista hoy resulta especialmente siniestra, Rabia resulta más interesante retrospectivamente, por lo que tiene de semilla creativa de lo que Cronenberg desarrollaría posteriormente que como película en sí, pese a una atmósfera algo desvaída pero aún capaz de sacudir con su frialdad al espectador en algunos instantes.
Esta etapa bajo el paraguas de la productora Cinepix, económicamente muy rentable para propios y extraños, dio paso a otra financiada mayoritariamente a través de un programa de incentivación de desgravaciones fiscales impulsado desde el gobierno canadiense, con la intención de fomentar la inversión privada en la industria cinematográfica nacional. A grandes rasgos, este paraguas legal (de dudosa eficacia social) permitió a grandes fortunas desgravar (y blanquear) cuantiosas sumas de dinero al destinarlas a la producción cinematográfica siempre y cuando al menos una parte del equipo creativo implicado en estas producciones gozara de la ciudadanía canadiense.
La primera película de Cronenberg bajo este nuevo régimen fiscal fue Fast Company cuyo posterior olvido certifica algunas de las consecuencias que el tránsito del cineasta desde las catacumbas del género a una mucho más privilegiada condición de autor, aquí en calidad de coguionista junto a Phil Savath y Courtney Smith, tuvo sobre la percepción que se tenía de su cine. Sin embargo, y aunque indudablemente carece del interés expresivo y el gozoso atrevimiento de otras de las películas que dirigió en esa época, Fast Company puede ser vista aún hoy como una película bastante sólida en lo formal (gracias al trabajo del director de fotografía Mark Irwin, que seguiría trabajando con Cronenberg en sus filmes posteriores) aunque poblada por una serie de personajes de escaso interés (encarnados, para más inri, por un equipo actoral poco entonado) a pesar de ser, por derecho propio, los primeros en toda su filmografía que parecen ser contemplados bajo una cierta calidez.
Todo lo contrario de la que quizás sea su película más conseguida hasta ese momento, Cromosoma 3: inspirada emocionalmente en el proceso de divorcio y disputa por la custodia de sus hijos del cineasta, la película supone un firme retorno de Cronenberg a los caminos explorados en sus películas anteriores a Fast Company, aunque de un modo más clarificador y, en su grado de comprensión hacia los personajes que la pueblan, mucho más agresivo en su desarrollo y devastadoras conclusiones. Pese a contar con no pocas convenciones genéricas en su haber, tales como una estructura circular que aproxima el drama familiar que narra a la maldición generacional o ciertas imágenes de impacto, el filme resulta fascinante en algunos de sus muy atrevidos planteamientos, siendo no menos inquietante en su resolución gracias, en parte, a una frenética banda sonora firmada por el desde entonces habitual (a excepción de La zona muerta (1983)) Howard Shore, convertido por méritos propios en el alter ego sonoro del cineasta. Gracias a Cromosoma 3, el nombre de Cronenberg comenzó a ser considerado desde (algunos) círculos críticos como un cineasta a tener en cuenta, aunque estos primeros cantos de sirena en modo alguno detuvieron que la rueda de la desgravación fiscal dejara de girar en favor creativo e industrial del cineasta.

Prueba de ello es que Scanners fue pre producida y guionizada en apenas dos semanas antes de empezar su rodaje, pese a que su posproducción se alargó durante meses hasta su muy exitoso estreno en 1980. Más atemperada en su forma y fondo que algunos de sus títulos precedentes, esta batalla entre diferentes organizaciones de telépatas, brilla por una atmósfera logradamente enrarecida y una imagen, la de la cabeza de uno de estos seres estallando, que pasaría a los anales del cine de terror por su impacto… y también por su capacidad de evocar un pensamiento lo suficientemente perturbador como para desbordar la capacidad de asunción permitidos por los confines del cuerpo humano.
Un intento que, sin embargo, cristalizaría poco después con la proclama que cerraría Videodrome en aquel 1983 en el que, a pesar de un desarrollo argumental mucho más complejo que en sus trabajos anteriores, Cronenberg definió de palabra lo que hasta ese instante había permanecido libre de toda jerarquía bajo su caparazón de género, dotando de inteligibilidad, a «aquello en lo que el cuerpo se convierte cuando se libera de la dictadura de la sociedad, la moral y la consciencia, aquello en lo que el cuerpo deviene cuando deja de ser un cuerpo inmediatamente adscribible a un género, a una categoría, a una especie; acaso aquello que el cuerpo, para existir como organización jerarquizada y normalizada -cuerpo humano, cuerpo masculino o femenino, cuerpo útil y sano-, tuvo que censurar y reprimir en el proceso de evolución de la especie y en la formación del individuo (del in-dividuus, esto es, de lo indivisible y lo inseparable», en feliz aproximación al cuerpo en al menos una parte del cine de Cronenberg por parte de Francisco López Martín en su ensayo sobre la neocárnica eXistenZ subtitulado El placer de lo siniestro[1].
En todo caso, la estandarización nominal de la Nueva Carne permitió tanto su desarrollo en la obra de otros cineastas y hasta de artistas ajenos al medio cinematográfico como la posibilidad de que analistas y espectadores avezados tomasen (o tomásemos) este concepto como canon explicativo de sus películas anteriores, generalmente capaz de excluir, de forma harto reveladora, a la desde entonces invisibilizada Fast Company. Quizás por eso la proclama final de Max Renn (James Woods) en Videodrome rezando, amenazando o anhelando una larga vida a la Nueva Carne no deja de saborearse, a día de hoy, como una arenga un tanto agónica, casi mortuoria en su condición de paso previo a su también interesante pero mucho más accesible La zona muerta, ya con un pie en la industria del cine estadounidense. Puede que fuera necesario definir de palabra la causa del cine de Cronenberg anterior a Videodrome para, de la mano del corsé racionalista ejercido por la crítica sobre su escatológica imaginería audiovisual, poder identificar una de las miradas más coherentes que ha dado el cine de finales del siglo XX. Aunque ahora mismo a algunos nos resulte casi imposible saber qué ganamos y qué perdimos el día que dejamos atrás la fuerza primigenia de lo que aún estaba por definir, siguiendo los pasos de Max Renn.
Vinieron de dentro de… (Shivers, Canadá, 1975)
Dirección y guion: David Cronenberg/ Producción: Ivan Reitman, John Dunning y André Link/ Fotografía: Robert Saad/ Montaje: Patrick Dodd/ Música: Ivan Reitman/ Reparto: Paul Hampton, Joe Silver, Lynn Lowry, Alan Migicovsky, Susan Petrie, Barbara Steele.
Rabia (Rabid, Canadá, 1976)
Dirección y guion: David Cronenberg/ Producción: John Dunning / Fotografía: René Verzier/ Montaje: Jean Lafleur/ Música: Ivan Reitman/ Reparto: Marilyn Chambers, Frank Moore, Joe Silver, Howard Ryshpan.
Fast Company (Canadá, 1979)
Dirección: David Cronenberg/ Guion: Phil Savath, Courtney Smith y David Cronenberg, basado en un relato original de Alan Treen. Producción: Michael Lebowitz, Peter O’Brian y Courtney Smith/ Fotografía: Mark Irwin/ Montaje: Ronald Sanders/ Música: Fred Mollin/ Reparto: William Smith, Claudia Jennings, John Saxon, Nicholas Campbell.
Cromosoma 3 (The Brood, Canadá, 1979)
Dirección y guion: David Cronenberg/ Producción: Claude Héroux/ Fotografía: Mark Irwin/ Montaje: Allan Collins/ Música: Howard Shore/ Reparto: Oliver Reed, Samantha Eggar, Art Hindle, Cindy Hinds, Henry Beckman.
Scanners (Canadá, 1980)
Dirección y guion: David Cronenberg/ Producción: Pierre David y Victor Solnicki/ Fotografía: Mark Irwin/ Montaje: Ron Sanders/ Música: Howard Shore/ Reparto: Stephen Lack, Jennifer O’Neill, Patrick McGoohan, Michael Ironside.
[1] López Martín, Francisco. eXistenZ. El placer de lo siniestro, Ediciones de la Mirada, 2000, pág. 12.
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