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TORO SALVAJE

Contrastes

Suena Mascagni, el famoso Intermezzo de la ópera Cavaleria Rusticana, y las imágenes ralentizadas en blanco y negro nos muestran el calentamiento de un boxeador en el ring, momentos antes de iniciarse el combate: es un deporte duro, muy exigente física y psicológicamente, que genera rechazo y admiración. La música es suave y se desliza entre las imágenes con fluidez, aportando un cierto aroma nostálgico. Parece una declaración de principios estética de lo que Martin Scorsese quiere plantear con esta obra de contrastes: Toro Salvaje (1980).

La cámara de Scorsese pocas veces ha tenido el vigor de que hace gala en esta película y, quizás por ello, resulta sorprendente, incluso admirable, la agilidad con que combina diferentes narrativas en una misma obra, pasando de la crudeza de los movimientos febriles en las escenas de los combates, a la suavidad erótica de los primeros planos de los rostros que se miran, que evitan el diálogo superfluo y que comunican un torrente de sensaciones que llega a ser abrumador. Apoyado, eso sí, por una fotografía (Michael Chapman) y por un montaje (Thelma Schoonmaker) que le permiten al director manejar esos contrastes con facilidad. Porque la propia experiencia de la película nos sitúa en terrenos contrapuestos: no sólo por el crisol de la violencia del deporte que es el eje de la misma, y que actúa como corriente catalizadora del guion y de la narrativa, sino porque el propio Scorsese se permite juegos visuales, a veces desconcertantes, que hacen de los opuestos, virtud; hallazgos en ciertos encuadres que elevan la obra a una categoría superior. El plano a contraluz de la esposa de LaMotta velado por los visillos de una puerta de cristal en medio de una agria e incómoda discusión marital; la mirada de la mujer en la piscina; la rabia y la frustración en los ojos de Sugar Ray Robinson que, pese a tener el combate a su favor, es incapaz de doblegar la correosa personalidad de Jake La Motta en el ring. Son destellos que apelan a las enormes posibilidades de la imagen cuando tratan de comunicar algo que está más allá de su mera traducción visual, como el reflejo que nos regala el espejo de Las Meninas, de Velazquez, o la fascinación ante la que nos coloca Miguel Ángel al contemplar el David.

Toro Salvaje. Revista Mutaciones

Pero ver hoy Toro Salvaje, a pesar de los cuarenta y tres años transcurridos desde su estreno, no es una tarea cómoda. Es evidente que, para su época, cuando la industria americana se despertaba de la resaca del Nuevo Hollywood, planteaba una especie de transición entre la libertad narrativa de los años setenta y la peligrosa reivindicación de lo juvenil y la nostalgia en que entrarían los años ochenta. Para el espectador de hoy, asumir el machismo, la misoginia que se derivan de un deporte que, en los rescoldos sociales de la segunda guerra mundial, cosificaba brutalmente a la mujer, en el que la violencia (física y verbal) era aceptable, supone un episodio que puede convertir a la película en un blanco fácil de la llamada “cultura de la cancelación”. Pero en el combate de la obra de arte contra las impostadas arquitecturas culturales y sociales de nuestros días sigue noqueando el gancho de Scorsese. Porque la imagen, en última instancia, rezuma humanidad: tras los títulos iniciales, el primer plano de La Motta no es el del guerrero pugilístico enrabietado contra su condición de italoamericano residente en el Bronx, el peligroso margen de Nueva York a finales de los años cuarenta del pasado siglo, sino el del showman diletante ensayando en su camerino, que anhela recitar a Shakespeare pero que se gana al público con unas rimas autocompasivas; es el pathos del héroe trágico según el esquema de la tragedia griega, el final de un camino que conduce a su protagonista a la soledad, a arrojarse en el cariño comprado de un público: “That’s entertainment!”. La frase que cierra la película y que deja el sonido de la caída de un personaje en la nada.

Toro Salvaje. Revista Mutaciones

Y la figura de La Motta en Toro Salvaje desprende verdad. Quizás la necesidad de Robert De Niro de encontrar el entramado emocional de este personaje aportó este magnífico resultado actoral, esta simbiosis perfecta entre intérprete y personaje, pero el perímetro ofrecido por el planteamiento artístico de Scorsese permitió que todo el elenco brillase por la autenticidad con la que todos los personajes están trabajados. Es de justicia, no cabe duda, hablar de De Niro en uno de sus mejores trabajos y en lo que ya se puede considerar un referente del trabajo de un actor. Pero también hay que hacerlo de Joe Pesci dando vida a Joey La Motta, que despliega un catálogo emocional deslumbrante y una eficacia interpretativa afilada como una navaja, robándole el foco al propio De Niro en algunas secuencias. O la perfecta evolución aportada por Cathy Moriarty a su personaje, Vickie Thailer, segunda esposa de LaMotta, pasando de la fascinación amorosa al rechazo visceral. Todos ellos arropados por un plantel de intérpretes que, trabajando a medio camino entre la improvisación y la disciplina de las líneas de un guion, transforman a los personajes en entes vivos que se comportan y reaccionan delante de nosotros como si pudiéramos tocarlos.

Resistir más de cuarenta años con la agilidad, la fibrosidad y la pegada de esta película es un logro reservado a pocas obras de Arte. Proponer cuestiones que engarzan con nuestras pulsiones más íntimas está reservado a muy pocos. Hacer de todo ello un espectáculo fascinante y entretenido es encender la luz de la genialidad.


Toro Salvaje (Raging Bull, EE.UU. 1980)

Dirección: Martin Scorsese / Producción: Robert Chartoff, Irwin Winkler / Guion: Paul Schrader, Mardik Martin, basado en el libro de Jake LaMotta, Joseph Carter, Peter Savage / Fotografía: Michael Chapman / Montaje: Thelma Schoonmaker / Música: Pietro Mascagni y otros / Intérpretes: Robert de Niro, Joe Pesci, Cathy Moriarty, Frank Vincent, Nicholas Colasanto

2 comentarios en «TORO SALVAJE»

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