SUCCESSION (TEMPORADA FINAL)
El rey ha muerto, larga vida a…
Brian Cox, al encontrarse con el Saturno devorando a su hijo de Goya en el Museo del Prado, consciente de que para muchos su Logan Roy es una temible actualización de los temas de fondo del cuadro, no pudo evitar defender al personaje. Logan Roy, en palabras del actor, es, en verdad, un mero “incomprendido”. Implacable, sí, pero incomprendido. Detrás de sus palabras, más allá de haber un veteranísimo actor que opta por, razonablemente, no odiar a un sujeto que ha de personificar, se esconde una de las más complejas claves de Succession (Jesse Armstrong, 2018-2023): los porosos límites de la identificación. Cine y series de televisión han ido extendiendo durante décadas la gama de comportamientos complejos e incluso aberrantes de los personajes que desfilan ante las pantallas. ¿Qué es permisible? ¿Cómo se muestra? ¿Cómo se recibe del otro lado?
Para algunos, la línea entre la identificación, la comprensión e, incluso, la empatía hacia ciertos “monstruos” es difusa y esconde peligros. Ciertamente, resulta absurdo tratar de prever o controlar cómo el espectador recibe y conecta con determinadas ficciones. Por poner un único ejemplo, una específica audiencia justificará ciegamente o se olvidará convenientemente de la vorágine destructiva de Heisenberg en Breaking Bad (Vince Gilligan, 2008-2013), obnubilada por su espectacular arco dramático. Dentro de una televisión de calidad que apunta a llegar al máximo número de personas posibles, se ha de considerar a Succession como uno de los ejemplos qué más riesgos ha asumido en esta cuestión, al diseñar un entramado de personajes que, sin excepción, son presentados a priori como despreciables. Tras este punto de partida, la serie de Jesse Armstrong va a ser capaz de encontrar un equilibrio delirante entre humor negro, sátira política y drama familiar de reconocibles ecos shakespearianos, que compensan la balanza mediante pesos y contrapesos a la identificación con unos personajes que, indudablemente, representan muchos de los males contemporáneos.
En este sentido, Succession se posiciona en un lugar diferente (y mucho más profundo) al de una ficción más donde los ricos lloren u otra donde se nos escupa un discurso condenatorio diseñado para convencidos. Lo hace, entre muchas razones, gracias a su identidad plenamente reconocible, que aúna música, estilo visual, guion e interpretaciones en sintonía perfecta. Sintonía inicial que, de hecho, como explica su compositor Nicholas Britell, ya comunica la mezcla entre la aristocracia vieja y la nueva, entre la armonía y las notas discordantes, una aparente elegancia que esconde las estridencias de un mundo envenenado. Esta música, que introduce al espectador en el universo de la serie al segundo, se ve acompañada de un inusual estilo en el que predomina la inestabilidad de la imagen, cargada de movimientos bruscos e invasivos. No nos equivoquemos, detrás de la inestabilidad hay una puesta en escena muy controlada y, una vez más, un gesto consecuente con la realidad de los personajes, siempre al borde de la histeria; siempre buscando, neuróticos, la siguiente jugada que les mantenga con vida en su particular juego.
Mantenerse con vida es, por cierto, una máxima que suele tratar de cumplirse con las series de televisión y respecto a la cual Jesse Armstrong ha decidido plantarse, supeditando el rendimiento económico a la integridad artística de Succession. Es por ello por lo que nos hemos enfrentado a la cuarta y última temporada de la serie, antes de evidenciar un desgaste significativo, la posibilidad de caer en la repetición estéril de los temas principales de la ficción. Los últimos diez episodios han demostrado que aún quedaba algo que decir, un lugar aún más extremo y perverso donde colocar a los personajes e intercalar sus penurias personales con su impacto en la sociedad. A partir de aquí, nuestra crítica va a estar cargada de spoilers, por lo que se recomienda leerla tras el visionado completo de los últimos capítulos.
El primer episodio de la temporada es una rara avis en el conjunto de la serie, si se tiene en cuenta que vemos una dinámica de unión entre Shiv, Kendall y Roman, aparentemente con un objetivo común en contra de su padre. El salto temporal entre el final de la temporada anterior y este capítulo condicionan una primera hora sobrecargada de información, de nuevas posiciones en un tablero que no termina de encajar. Sin embargo, cualquier duda sobre la calidad o el devenir de la fase final de Succession va a ser eliminada por lo que ocurre en el tercer episodio. La repentina muerte de Logan Roy demuestra que el inicio de temporada era un mero señuelo previo a la configuración de lo que la serie aún no había mostrado: ¿qué hay más allá de la terrible figura paterna? La decisión, complicada de mostrar en pantalla, es llevada con la mayor coherencia imaginable. Sí, asistimos sádicamente al dolor de los hijos al recibir la noticia, pero, lejos de confeccionar una escena gloriosa donde se atisbe la posibilidad de reconciliación o, al menos, de dar una salida apacible al personaje, nos encontramos con lo súbito, lo frío, lo distanciado. Literalmente, el fuera de campo que evita mostrar los últimos coletazos del patriarca está acompañado por un insondable alejamiento espacial: los hijos, en un barco; el padre, a kilómetros de altura en su particular avión-ataúd. La muerte lo cambia todo y da pie a un último abrazo sincero entre hermanos.
Claro está, en el mundo de Succession no hay cabida para enfrentar el dolor, lo personal es arrinconado por lo profesional, un conflicto que la serie ha ido desarrollando en profundidad mediante la yuxtaposición entre espacios privilegiados y las penurias de sus habitantes. Así pues, desde la boda de Shiv y Tom al final de la primera temporada, pasando por el yate de lujo del final de la segunda o el viaje a Italia de la tercera, recorremos lujosas mansiones y lugares de ensueño que no pueden satisfacer a unos personajes hundidos en la intriga, la inseguridad y la mezquindad. La cuarta temporada lleva al extremo esta máxima, precisamente, al dejar que los hermanos puedan penar por la muerte de su padre durante unos diez minutos, antes de verse obligados a considerar su impacto en los mercados y su propio puesto futuro en la empresa. El frágil equilibrio proporcionado por el objetivo común de enfrentar a Logan, da paso a una nueva y definitiva disgregación, cargada de dolor incomprendido e intereses personales.
La sombra de Logan Roy, por supuesto, es alargada. Su muerte supone la pérdida de una brújula perversa que guiaba las acciones de sus hijos/súbditos e inevitablemente da paso a una compleja mezcla de intentos por imitar al padre, superarlo, aniquilar y revivir su memoria al mismo tiempo, con un deseo tan irresistible como contradictorio. No hay mejor ejemplo que el del episodio 6, en el que se manipula digitalmente vídeo y voz para proyectar la imagen del difunto en un patético esfuerzo por ver y oír lo que a uno le hubiera gustado. Es este un juego de espejos en el que audiencia y personajes tratan de asentar (con malogrado acierto) su conocimiento sobre las motivaciones del otro, de aquel al que nunca llegaron a entender del todo. ¿Cómo entenderse cuando el ambiente que habitas sanciona duramente la expresión de los sentimientos? El dolor se castiga, porque en Succession todo es espectáculo, todo es una gran jugada maestra, como así evidencia otro de los mejores capítulos de la serie, el episodio 9. El funeral de Logan es la demostración final (pantallas de televisión en la iglesia mediante) de que, en el universo de los personajes, siempre hay un ganador que emerge victorioso, aquel que ha mostrado la justa medida de tristeza, pero capaz de mantener la compostura ante las miradas de potenciales aliados.
El final no podía ser otro que la culminación de una guerra cainita que bajo, eso sí, destellos de ternura y unión fraternal, confirma una última vez la inaptitud de unos individuos devorados por sus propias pulsiones. Si alguien esperaba que Succession nos diera un desenlace complaciente para aquellos que prefieren mirar hacia otro lado y no enfrentar la profunda mezquindad de estos personajes (volvemos, cómo no, a los problemas de la identificación), u otro en el que, simplemente, la empresa familiar quebrara, no terminaba de comprender esta ficción. Hay, sin duda, una condena moral (lejos de una cruel incomprensión) hacia los hijos protagonistas en su inevitable derrota, pero, al mismo tiempo, el poder no duerme y cambia de manos. Una mano, la de un Tom Wambsgans erigido cual figura sacada de los Corleone de El padrino (Francis Ford Coppola, 1972), que se ofrece ambivalentemente a Shiv. Tom, el ganador final de la batalla, puede ser similar a Logan Roy, en tanto en cuanto viene “desde abajo”, pero hemos presenciado a lo largo de cuatro temporadas su fatigosa peregrinación a la cima: patetismo, constantes humillaciones, decepciones y traiciones… A fin de cuentas, una “esponja absorbe-dolor” para otros poderosos que seguirán manejándole desde un escalón más arriba.
Succession (EEUU, 2018-2023)
Dirección: Mark Mylod, Andrij Parekh, Shari Springer Berman / Guion: Jesse Armstrong (creador), Jamie Carragher, Susan Soon He Stanton / Producción: Jesse Armstrong, Maeve Cullinane, Will Ferrell, Adam McKay / Música: Nicholas Britell / Fotografía: Patrick Capone, Christopher Norr / Diseño de producción: Stephen H. Carter / Montaje: Ken Eluto, Jane Rizzo / Reparto: Brian Cox, Jeremy Strong, Sara Snook, Kieran Culkin, Matthew Macfadyen, Alan Ruck, Nicholas Braun, J. Smith-Cameron, Peter Friedman.