NAPOLEÓN
Entre la épica y el culebrón
Sin lugar a duda, la figura de Napoleón Bonaparte integra esa galería de personajes históricos que son un estímulo para colocarlos ante el objetivo de un cineasta. Prueba de ello es la amplia cartera de películas que, directa o indirectamente, lo han abordado. La de Abel Gance de 1927 sigue siendo un punto de referencia por sus hallazgos formales en el retrato del militar corso. Y Stanley Kubrick podría haber ofrecido su particular visión del personaje si su acariciado proyecto hubiese visto la luz.
El Napoleón (2023) de Ridley Scott no aporta nada nuevo: no se trata de dar una luz diferente sobre un aspecto de su biografía, tampoco incide en el examen psicológico del personaje (aunque, a veces, la interpretación de Joaquin Phoenix parezca invitarnos a ello). El trabajo del director de Gladiator (2000) nos invita a contemplar un espectáculo ajustado a nuestros tiempos y a los códigos de una producción de elevado presupuesto, con la cobertura de una plataforma televisiva. Para ello ha articulado su película en dos líneas narrativas perfectamente diferenciadas: la del individuo privado (un tanto patoso, con escasas habilidades sociales, incapaz para el trato con el sexo opuesto), y la del militar astuto, inteligente, innovador y brillante. Personalidades que se contraponen y parecen anularse al compararse los resultados de una y otra. Si el “Napoleón” social es un cúmulo de insensateces que le acercan a la figura del bufón de la corte, el militar es un tiburón escondido esperando el movimiento descuidado de su enemigo para poder partirlo en dos de una sola dentellada.
En hábil correspondencia a esta dupla de personalidades, Scott opta por utilizar dos estilos distintos pero que parecen complementarse en la narrativa. Por un lado, para retratar al caprichoso que se mueve entre políticos de medio pelo y escaso recorrido, al amante precipitado y egoísta, al emperador obsesionado con regalarle al universo su propia descendencia, se deja llevar por un lenguaje convencional y (por momentos) apagado. Pero por otro, es en el campo de batalla cuando el trabajo del director brilla con un resplandor en el que se combina la épica clásica con el mejor espectáculo que el cine nos puede ofrecer ahora. En estas escenas se vislumbran los ecos de David Lean en Lawrence de Arabia (1962), la violencia retratada por Steven Spielberg en Salvar al soldado Ryan (1998), la épica de Akira Kurosawa en Ran (1985), e incluso la habilidad de Sergei M. Einsenstein en Alexander Nevsky (1938).
Porque son los episodios bélicos los que hacen avanzar la película y en los que comprobamos el pulso narrativo que Scott emplea en ellos. Se intuye que, históricamente, los enfrentamientos bélicos eran de una enorme complejidad, dato que el director aporta sin hacer alarde de “documentalismo”; es reconocible lo aparatoso de los movimientos de los ejércitos sin que la cámara se recree en el retrato de rostros y objetos en contacto directo con una naturaleza agreste. Ridley Scott apela a la parte más visceral o emocional de la batalla. La visión del soldado anónimo no le impide desplegar una sobrecogedora empatía con los seres humanos que se emplearon en esas contiendas, perdiendo la vida de forma brutalmente violenta y entregándose a veces a una muerte segura mientras se camina mirando al enemigo. Napoleón tiene, en estas escenas, su mejor baza y la muestra palpable de la valentía de su director en la combinación de un excelente pulso clásico para colocar la cámara ayudado por las mejores técnicas digitales.
Pero la estructura del conjunto se ve debilitada por el excesivo esquematismo de la historia. El período histórico que abarca el filme se desarrolla entre 1793 y 1821, casi tres décadas preñadas de acontecimientos históricos en los que el protagonista se vio envuelto: Revolución Francesa, Directorio, golpe de estado, invasión de Rusia, destierro a Elba, vuelta a Francia, batalla de Waterloo y destierro a Santa Elena, con las campañas militares correspondientes. Querer dar cobertura a todo ello, además de a las cuestiones personales sobre su relación con su esposa y la obsesión por su descendencia, operan, por pura lógica, en contra de un desarrollo dramático a veces demasiado apresurado. Probablemente la versión de más de cuatro horas que pueda verse en plataforma tras su paso por salas pueda dar un poco más de vuelo al desarrollo del guion, a costa, claro está, de la espectacularidad de algunas de sus escenas.
Mención debe hacerse al trabajo actoral de los protagonistas: Joaquin Phoenix y Vanessa Kirby. Si bien el primero da buena muestra de una interpretación excesivamente actuada (es difícil deshacerse de la idea de estar viendo a Joaquin Phoenix interpretando a Napoleón), su compañera desarrolla un trabajo preciso y contenido que, en muchas ocasiones, eclipsa al de Phoenix. Vanessa Kirby, actriz que se ha criado en los escenarios británicos (ahí quedan su Stella Kowalski en el Young Vic y la Miss Julie del National Theatre), reafirma en Napoleón una interpretación de una enorme solvencia, en un código muy distinto al de su compañero, pero con un resultado en pantalla realmente absorbente.
Napoleón es uno de los acontecimientos cinematográficos del año, firmado por uno de los directores con una ya más que dilatada e interesante carrera, que debe ser atendido en pantalla y que debería haber sido más generoso en metraje y más conciso en guion. Relegar solo al visionado doméstico la versión íntegra de esta obra, dice bastante del castigo que la cultura en general viene sufriendo por las prerrogativas empresariales. Habrá que esperar tiempos mejores.
Napoleón (Napoleon. Estados Unidos, Reino Unido, 2023)
Director: Ridley Scott / Guion: David Scarpa / Producción: Ridley Scott, Kevin J. Walsh, Mark Huffam, Joaquin Phoenix / Fotografía: Darius Wolski / Montaje: Claire Simpson, Sam Restivo / Música: Martin Phipps / Intérpretes: Joaquin Phoenix, Vanessa Kirby, Tahar Rahim, Rupert Everett, Ben Miles