LA CHICA DEL BRAZALETE
Escuchar y observar
La chica del brazalete (Stéphane Demoustier, 2019) comienza con un magnético y distante plano secuencia en el que observamos disfrutar a la familia protagonista de un soleado día de playa. Padre, madre, hija mayor e hijo menor juegan y se divierten en la arena, a la orilla del mar, situando al espectador, con apenas dos pinceladas, en un ambiente plácido de unión y afecto. Del mismo modo, con esa sutil y nada intrusiva mirada, la estampa pronto se ve interrumpida por la entrada en cuadro de un grupo de policías. Situada la cámara a gran distancia de la acción, el sonido acompaña el punto de vista y no podemos escuchar más allá del ambiente y las olas que rompen con su llegada a tierra. No escuchamos la conversación, pero entendemos sin problema que la afectada es la hija adolescente, rápidamente custodiada por los policías ante la sorpresa e incomprensión de los padres. La contemplativa mirada de Stéphane Demoustier a tan violenta, en el sentido más emocional de la palabra, escena de confusión y desestabilización familiar, nos permite vislumbrar cuál será su posición ante el proceso judicial en el que se desarrolla la trama de la película: una observación absolutamente externa y ambigua sobre el atroz crimen que rompe los cimientos de una, aparentemente apegada, unidad familiar.
El cineasta, en un ejercicio desnudo de afilada disección legal, se muestra comprometido con la neutra disposición personal a la que debe enfrentarse un jurado durante cualquier proceso de anatomía criminal. Casi dos años después de la escena que abre la película, Lise, recién cumplidos los dieciocho años, se enfrenta a la acusación de asesinato de su mejor amiga. Apuñalada brutalmente en varias ocasiones, la adolescente fue encontrada en su habitación tras una noche de fiesta en la que Lise fue la única que alargó su estancia hasta la mañana siguiente. Así, partiendo de los hechos más principales, el guion de Demoustier, basado en la cinta argentina Acusada (Gonzalo Tobal, 2018) -mucho más recargada y de torpe indagación psicológica, tanto en su folletinesco lado familiar, como en la dirección convencional del drama judicial-, va diseccionando y sacando a la luz las diferentes pruebas y testimonios que dan una visión amplia, aunque también incompleta, de tal funesto crimen. Siempre con la cámara fija, el autor observa a sus personajes con una distancia equivalente, evitando caer en el posicionamiento. E incluso cuando parece estar apunto de hacerlo, por ejemplo mediante un zoom dramático a la protagonista en su defensa contras las acusaciones de la fiscal, los elementos del espacio, en este caso un cristal tras el que se sitúa Lise, rompen cualquier atisbo de empatía, sin permitir que la cámara se acerque más de lo que cualquier asistente al juicio podría acercarse.
De este modo, solo queda escuchar y observar, al igual que hacen los padres en un complicado equilibrio entre su acérrima defensa y la irrefrenable duda ante lo que van descubriendo. Descubrimiento que tiene su doble vertiente, por un lado en el juicio que ocupa la mayor parte del metraje y, por otro, en los acercamientos más privados a esa unidad familiar. Es probable que, en estas observaciones, aunque igualmente distantes respecto a la protagonista, sea donde el director muestre un apego menos ambiguo y desarrolle el conflicto más humano de La chica del brazalete, fijándose sin subrayados visuales -aunque con una banda sonora inquietante y quizá demasiado incisiva dentro de la aparente sencillez y fría elegancia de la puesta en escena-, en la difícil ruptura generacional y la barrera entre padres e hijos, donde los secretos abundan más de lo esperado y el desconocimiento se torna en incomprensión y bloqueo. A ello ayudan también las comprometidas actuaciones de su elenco, con unos Roschdy Zem y Chiara Mastroianni de lógica desubicación en su enfrentamiento interno como progenitores, y sobre todo de una sorprendente, impasible y misteriosa debutante Melissa Guers. En su impenetrable frialdad, tan angelical como inquietante, se encuentra parte del misterio de la película y de los hechos judiciales imposibles de descifrar al completo.
Es así, en esa ambigüedad del personaje, en ese distante dispositivo con el que Demoustier pretende que los espectadores tomen su propio posicionamiento, donde la cinta judicial alcanza el mayor de los sentidos. Más allá de juicios y elucubraciones, los datos conllevan a una interesante reflexión sobre la justicia donde la controversia y las contradicciones se convierten a la vez en condena y exculpación. En defensa y en ataque. Los secretos sexuales más oscuros de Lise son sacados y utilizados como incriminación, pero también como alegato de libertad. Nos sitúa en la tesitura de sentirnos incómodos ante la tóxica reacción de sorpresa que mostramos, a la vez que nos provoca una intensa reflexión sobre nuestra avergonzada mirada juiciosa. Por ello, determinante o no determinante en la actitud de la protagonista, la construcción de su personalidad y los actos por los que se le acusan quedan, como en un jurado real, a interpretación de cada uno. Escuchando y observando como presentes en la sala. Comprendiendo a los padres, entendiendo a la fiscal y asimilando la decisión como la lógica dentro de la dificultad que acarrea un proceso lleno de sospechas pero, finalmente, sin pruebas determinantes sobre lo ocurrido.
La chica del brazalete (La fille au bracelet, Francia, 2019)
Dirección: Stéphane Demoustier / Producción: Petit Film, France 3 Cinéma, Frakas Productions / Guion: Stéphane Demoustier / Música: Carla Pallone / Fotografía: Sylvain Verdet / Reparto: Melissa Guers, Roschdy Zem, Anaïs Demoustier, Annie Mercier, Pascal Garbarini, Chiara Mastroianni