GREEN BORDER
Tiempos de ignominia
No es ningún secreto que el esqueleto sobre el que se había cimentado la creación del Viejo Continente está a punto de derrumbarse. Tampoco lo es que a ello han contribuido, entre otras muchas razones, tanto las crisis humanitarias en el Tercer Mundo como, en relación directa con lo anterior, el auge de la extrema derecha en ciertos países de la región. El éxodo de inmigrantes desde África u Oriente Medio tuvo su punto culmen en 2015 con la llegada masiva de refugiados a suelo europeo, en una oleada sin precedentes en la historia reciente. En los últimos años, la situación, lejos de apaciguarse, se ha recrudecido con el surgimiento -o reactivación- de numerosos enfrentamientos como la Guerra Israel-Palestina, Ucrania-Rusia o la insurrección talibán en Afganistán, amén de infinidad de conflictos bélicos invisibles a ojos de Occidente. Más aún, en una calculada estrategia exenta de cualquier atisbo de solidaridad, algunos gobiernos totalitarios, en frontal oposición a la normativa de fronteras abiertas, han utilizado esta problemática como un arma política arrojadiza para desafiar la estabilidad de otros estados que consideran antagonistas.
Alexander Lukashenko, Presidente de la República de Bielorrusia, fiel aliado del Kremlin, y, por tanto, receloso del poder que detenta el bloque europeo, puso en marcha un despiadado dispositivo propagandístico en el que alentaba a cualquier individuo afectado por los combates venir a Bielorrusia como puerta de entrada a Europa, vía Polonia: el reclamo de “la tierra de la gran promesa”, como lo era Lodz en la cinta de 1975 del maestro Andrzej Wajda. Es ahí, en ese espacio liminal entre las dos naciones donde se extiende una descomunal superficie de bosque agreste llamada green border, una “frontera verde” en la cual las afrentas y las humillaciones contra aquellos que huyen de la barbarie se suceden sistemáticamente. Y, por otro lado, green border es el título de la nueva obra de la realizadora polaca Agnieszka Holland y el motivo sobre el que descansa el argumento de esta película novelada, dividida en varios capítulos.
El prólogo arranca enfocando a unos árboles con un travelling contrapicado a color que transmuta en cuestión de segundos, valiéndose de la edición, a un blanco y negro bastante austero. Esta maniobra cromática le permite a la directora situar el marco espacio-temporal de la narración: lo curioso es que, también, esa transición del presente -en un nítido color- al pasado -mediante el uso de un oportuno blanco y negro- sirve para exponer una denuncia velada de lo que debería ser un anacronismo -ya totalmente extinto o superado- y, sin embargo, encuentra resonancia en la actualidad una vez más. A partir de ahí, la cámara sigue a una familia siria, a la que se une una mujer afgana, en su intento de cruzar la alambrada que separa el límite entre Bielorrusia y Polonia, codiciado -y casi quimérico- objeto de deseo de los protagonistas. En el interior de la zona aguarda el más absoluto horror: inclementes condiciones metereológicas, cansancio, arenas movedizas y crueles guardas de uno u otro redil que vigilan el perímetro con minuciosidad para devolver en caliente fuera de su circunscripción a cualquier intruso.
Pero, y he aquí uno de los mayores aciertos de Green Border, el largometraje no se ciñe solamente a representar las andanzas de los refugiados sino que la narración va pivotando entre todos los implicados directos en el engranaje a lo largo de los episodios que la componen: los propios exiliados, las patrullas fronterizas -en la personificación de un guardia polaco con “conciencia”- y los activistas que socorren a las víctimas de esta sinrazón. Fuera de campo quedan, en una sabia decisión, los políticos, principales instigadores de semejante atrocidad. Su papel, maquinando en la sombra, se reduce a discursos televisivos o radiofónicos de fondo, lo que evidencia, en esa posición autoimpuesta de semidioses, cierta cobardía y una falta total de escrúpulos. No es la única virtud que acredita el film, pues en su metódica exposición de los hechos, siempre con la idea simbólica de la demarcación in & out en mente, puntualiza que el espacio interior -el doméstico en la figura del hogar, el auxiliar materializado en un hospital- es el safety place en comparación al exterior donde acecha el peligro.
Tras un recorrido de más de 120 minutos que deja exhausto al espectador, asistimos a un epílogo que nos sitúa en los corredores desmilitarizados que se establecieron a raíz de la Guerra de Ucrania, a través de los cuales centenares de civiles tratan de escapar del asedio. Con ello, Holland plantea dos líneas de debate: una, en virtud de una solución lógica, radica en una gestión eficiente de la crisis, conforme a los derechos básicos; la otra, bajo el prisma de una crítica categórica, repudia la injusta percepción social entre ciudadanos de primera versus de segunda. En definitiva, este cierre refuerza la postura ideológica de la película y, por ende, de su creadora. Esta no permanece impasible y dibuja el escenario propicio, tomando un ejemplo paradigmático real, para solventar el trance. Asimismo, es importante contextualizar el lugar y el año de nacimiento de Agnieszka Holland para entender a un nivel más profundo las implicaciones de este ejercicio cinematográfico.
A tal efecto, conviene recordar que la directora nació en 1948 en Varsovia, una de las ciudades más bombardeadas durante la Segunda Guerra Mundial, por lo que se la podría catalogar como hija de la postguerra. Incluso, su padre combatió junto al Ejército Rojo para expulsar a las tropas nazis. Quizás ella comprenda, mejor que nadie, las secuelas que origina una escalada. Y probablemente, al haberse abastecido de una militancia intensa en el núcleo familiar, su compromiso ético puesto al servicio del celuloide es mayor que el de otros compañeros coetáneos. Lo manifiesta una combativa filmografía, cuyo culmen es la maravillosa Europa, Europa (1990), que bucea en las consecuencias que tuvo en Europa el ascenso de la ultraderecha alemana. Green border, al igual que el resto de su trayectoria, promueve el discurso de la alteridad, lo cual es algo positivo, pero con su enfoque reduccionista fracasa a la hora de ahondar en las circunstancias histórico-políticas que rodean este absurdo. Lástima, por añadidura, que la falta de sutileza en algunos fotogramas y la costumbre de subrayar todo hasta al paroxismo, impidan una identificación plena con este retrato desolador. Finalmente, a uno le invade la sensación de que el diagnóstico que Holland nos ofrece de la inmigración contemporánea se nutre de una caligrafía excelsa, emociona por reiteración, aunque, en cambio, carece del rigor suficiente para encumbrarla como un triunfo rotundo.
Green Border (Alemania–Bélgica–EE.UU.–Francia–Polonia–República Checa–Turquía, 2023)
Dirección: Agnieszka Holland / Guion: Agnieszka Holland, Gabriela Lazarkiewicz-Sieczko, Maciej Pisuk / Producción: Agnieszka Holland, Daniel Bergmann, Fred Bernstein, Mike Downey, Jeff Field, Emir Külal Haznevi, Marcin Wierzchoslawski / Fotografía: Tomasz Naumiuk / Montaje: Pavel Hrdlicka / Música: Frédéric Vercheval / Reparto: Behi Djanati Atai, Jan Aleksandrowicz-Krasko, Jalal Altawil, Maja Ostaszewska, Tomasz Wlosok, Al Rashi Mohamad, Dalia Naous, Monika Frajczyk, Jasmina Polak, Maciej Stuhr, Agata Kulesza, Michal Zielinski