CRÍMENES DEL FUTURO
Viejos mutantes para un Nuevo mundo
Como se ha dicho hasta la saciedad, la fascinante Crímenes del futuro (David Cronenberg, 2022) tiene algo de película compendio de muchas de las obsesiones e imaginería de su director. Puede que, debido a que la primera versión de su guion fuera escrita en 1998, subsistan en ella rasgos tan característicos del cine pretérito de Cronenberg como las alteraciones físicas que la Nueva Carne convertían en peldaños hacia un cambio en la realidad y en la identidad personales, como una visión de la tecnología casi indistinguible de lo biológico, y como la influencias de Franz Kafka, William Burroughs y J.G. Ballard, siendo estos dos últimos adaptados anteriormente por el cineasta.
Tanto es así que su adscripción a un determinado cine de ciencia ficción, capaz de asumir en sus parámetros otras propuestas de Cronenberg, más entonadas que la que nos ocupa, como Videodrome (1982), La mosca (1986) o eXistenZ (1999) -hasta ahora su último guion original-, generan la sensación de que este filme no es sino un retorno, de aires finiseculares, a terrenos ya transitados por el director con anterioridad.
Pero Crímenes del futuro comparte la perspectiva de los trabajos del director más allá de la Nueva Carne, a partir de 2002, eso sí, basada en una acusadísima autorreferencialidad más de lo inevitable en cineastas dotados de una cosmogonía tan desarrollada como la de Cronenberg. Desde ella, el cineasta reflexiona una vez más sobre las porosas fronteras entre la realidad y el lenguaje del poder que anhela representarla en términos absolutos para, en una deriva digna de Burroughs, reprimir toda disidencia. Una eterna batalla entre lo prohibido, lo permitido y lo aún pendiente de su asimilación (o exclusión) por lo consensuado, que trasciende el argumento de la película para afectar al modo, o la perspectiva, a partir de la que se erige Crímenes del futuro.
La película tiene lugar en un futuro posindustrial al borde del colapso en el que muchos seres humanos han mutado hasta cobrar la capacidad de gestar involuntariamente órganos nunca vistos, haciendo del dolor físico un molesto vestigio del pasado y de procesos corporales como la deglución, la digestión o, en menor medida, el sueño, todo un infierno cotidiano para una parte creciente de nuestra especie. Seres humanos que malviven deambulando por un mundo depauperado, digno de una inmediata posguerra, y asistidos por grotescos ingenios biotecnológicos que les permiten seguir funcionando según un Viejo Orden de las cosas. Un Orden, racionalista, conservador y tecnológicamente vetusto, que impregna tanto los cuerpos como las relaciones afectivas y hasta sexuales de la ciudadanía, celosamente supervisado por las autoridades sanitarias y/o políticas encargadas de registrar todo nuevo órgano capaz de alterar la concepción y parámetros “clásicos” de lo humano, abriendo la puerta hacia lo impensable. En un mundo marcado por una dicotomía tan poco sutil entre el caos biológico del individuo y el totalitarismo conceptual al que pretende someterlo el poder social, catalogándolo y persiguiéndolo para desactivar su potencial subversivo, el arte (como el Nuevo Sexo, de visos sadomasoquistas) baila al mismo son, dando a luz su propio panteón de estrellas entre las que brilla con especial intensidad el artista performer Saul Tenser, interpretado por Viggo Mortensen.
Del mismo modo que Cronenberg ha hecho a lo largo de su carrera, ofreciendo películas tan perturbadoras como dotadas de un contagioso sentido de la fascinación para sus seguidores, Tenser es un artista dotado de una insólita capacidad de generar órganos noveles a velocidad de vértigo, que con la ayuda de su compañera Caprice (Léa Seydoux, que con diferencia brinda la mejor interpretación del filme) se extrae quirúrgicamente ante un público enardecido y cómplice con el espectáculo que se le ofrece dentro de los límites consensuados de la representación artística. No parece casual que Crímenes del futuro plantee una sociedad futura, cerrada sobre sí misma y en plena crisis medioambiental y/o biológica, que se clarifica al público a través de explicativos diálogos, dignos del teatro del absurdo y en ocasiones próximos a la autoparodia en su artificiosidad, escenas de alto impacto visual protagonizadas por personajes tensados por una moralidad a veces escandalosa y otras conservadora, o debido a una inquietante sensación de reconocimiento respecto a lo que se nos muestra en pantalla, y que funciona como un espejo deformado y muy poco sutil de los distópicos tiempos que nos ha tocado vivir.
Reconocimiento que parte de una necesaria adhesión hacia lo que se explica en Crímenes del futuro, lograda gracias a la puesta en escena de la película, reconocible en su grado de fascinación pese a aparecer esta vez más desdibujada que en el pasado. La ausencia del director de fotografía Peter Suschitzky y del montador Ronald Sanders, habituales del cine de Cronenberg, en favor de los recién llegados Douglas Koch y Christopher Donaldson en sus respectivas funciones, restan filo, y aportan hasta una cierta dejadez ocasional, a la precisa caligrafía a la que nos tiene acostumbrados el cine de Cronenberg. Y su trama neonoir de ribetes cyberpunks, con sus diálogos, ingenios biotecnológicos y escenas de sexo organológico llega en algunos momentos a ser tan retorcida que, dada su integración en una atmósfera más disoluta que en otras películas de su director, se sitúa a medio paso de lo autoparódico.
Pero esta ligereza, no exenta de fugas poéticas y momentos inquietantes o turbios, como el que da el pistoletazo de salida del filme y que en su sequedad ejerce un duro y significativo contraste con las grandilocuentes ceremonias quirúrgicas orquestadas por Tenser, también oxigena el conjunto, dotándolo de un juguetón sentido del humor casi marciano, que evita que caiga en el ridículo por un exceso de solemnidad. Como afirmaba la compañera Julia Gaitano en su artículo sobre la influencia del compositor Howard Shore en el cine de Cronenberg, probablemente sea la sugerente y magnífica banda sonora firmada por éste lo que mejor define el errático tono y espíritu de una película que bascula, a veces a bandazos pero sin romper sus costuras, entre una visión de lo sintético casi demodé, ocasionales descensos al abismo y una sensualidad morbosa que vertebra el filme de cabo a rabo, dotándolo de una singularísima personalidad.
Aupándose sobre esta lúdica erotización de la mirada del público, y a modo de incómodo pero también atractivo y hasta en ocasiones divertido reflejo, los sensuales espectáculos quirúrgicos a los que Tenser y sus contemporáneos se entregan regularmente (provocando hasta réplicas callejeras en escarificaciones sexualizadas) se contemplan con tanta fascinación desde dentro de la ficción como, simultáneamente, con un cierto déjà vu desde fuera de ella. En parte debido a un sentido de la maravilla, generado en gran parte por su banda sonora y muy raro de ver en la obra del director dada su luminosidad y sentido del humor, todo resulta más familiar y disfrutable que extraño y perturbador, carente de un verdadero poso emocional que vaya más allá del consabido impacto visual.
Solo parece quedar la superficie de lo que una vez fue visto, sentido y pensado como un terremoto que ha sido espectacularizado hasta desnudarse de toda capacidad de transgresión para un público cómplice. Incluso la inolvidable estampa del performer Klinek (Tassos Karahalios), a cuyo cuerpo se han cosido numerosas orejas humanas, revela su impostura al explicarse que ninguno de estos nuevos órganos goza de canal auditivo, quedando su actuación en una performance tan impactante como desprovista de verdadero sentido expresivo, sino directamente artístico. En este contexto, la Oficina Nacional de Órganos regentado por Wippet (Don McKellar) y su ayudante Timlin (una sobreactuadísima Kirsten Stewart) ejerce, con una sutilidad narrativa prácticamente nula, de débil dique de contención del significado clásico de lo humano (y su arte) ante un sinsentido corporal que es, también, un necesario paso evolutivo definido como tal, precisamente, por un grupúsculo subversivo capitaneado dos hombres (Scott Speedman y Jason Bitter) llamados Lang y Tarr (sic), y que pretende utilizar a Tenser -o mejor, su cuerpo- como canal desde el que enviar un mensaje que pasará por franquear lo moralmente aceptable dentro del contrato artístico que une a creadores y espectadores.
Así, y a pesar de lo que Crímenes del futuro tiene de abrazo a las constantes autorales más reconocibles de su cine, el filme no parece tanto un síntoma de agotamiento creativo como de retorno precisamente «performativo» hecho desde un grado de autoconciencia imperceptible en películas tan arrebatadoras, y más sugestivas, por crípticas, como podrían ser, por ejemplo, Cromosoma 3 (1979) o la mucho más próxima en el tiempo Crash (1996). En Crímenes del futuro las mutaciones y reconfiguraciones del cuerpo humano se han convertido en piezas de caza mayor para agencias gubernamentales, médicos, artistas y agentes subversivos que pretenden dotarlas de un sentido. Pero, contrariamente a algunas de las nuevas concepciones de identitarias, que se sitúan en la esfera de lo cultural, para Cronenberg, la biología, el cuerpo se erige, tal y como destacan los magníficos títulos de crédito iniciales, como un espacio interior a explorar para el artista, incrustado en el Viejo Orden a todos los niveles, en busca de un nuevo lenguaje capaz de hacer legible la realidad e identidad humanas antes de que el siguiente paso evolutivo, que tarde o temprano llegará, vuelva a tensionar sus límites.
Aunque, alineándose con la última etapa de la filmografía de Cronenberg, en Crímenes del futuro no será tanto un ente biológico como una idea la que, como un agente contagioso, desencadene el cambio quizás destructivo, pero también necesario. Vista así, la película tiene algo de juego cómplice para con los conocedores de la obra de Cronenberg, desde el título, homónimo al de su mediometraje Crimes of the Future (1970), hasta su conclusión, que en su ambigüedad se diría el reverso luminoso de Videodrome, pero también es un filme distante, receloso del presumible grado de consenso generado por su propuesta.
Y es quizás en esta cuestión, donde la perspectiva de Tenser, moribundo y acosado desde el interior por los órganos que su cuerpo no deja de producir inclementemente, marque las distancias. Donde sus coetáneos utilizan el espacio, reglado y consensuado, del arte para exhibirse en espectáculos a caballo entre el escapismo y el narcisismo rayanos en el gore de diseño, el performer encarnado por Mortensen utiliza esos mismos marcos para mostrar y hacer posible su supervivencia, su compromiso con el mundo terminal en el que le ha tocado existir. Reivindicando, como Cronenberg, la urgente necesidad de un arte que, aunque sea desde el consenso con un público que ya ha aprendido a leerlo, no solo exista para ser mirado, sino que también nazca con la voluntad de devolvernos la mirada.
Crímenes del futuro (Crimes of the Future. Canadá, Grecia, Reino Unido y Francia, 2022)
Dirección y guion: David Cronenberg / Producción: Robert Lantos, para Argonauts Productions S.A., Serendipity Point Films, Davis Films, Telefilm Canada, Ingenious, Bell Media, CBC, Ekome y Natixis Coficiné / Dirección de fotografía: Douglas Koch /Montaje: Christopher Donaldson / Música: Howard Shore / Intérpretes: Viggo Mortensen, Léa Seydoux, Kristen Stewart, Scott Speedman, Welket Bungué, Don McKellar, Lihi Kornowski, Tanaya Beatty, Nadia Litz, Yorgos Karamihos.
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