BACK TO BLACK
El ave ante la vorágine
Amy. Un icono como dicha cantante iba a tener su biopic cinematográfica tarde o temprano, especialmente cuando los componentes que rodean su ascenso a la industria y su partida fueron ampliamente registrados por los medios. Su estilo, personalidad y voz la hicieron referente ante la audiencia, y fue ella quien pavimentó un camino, que marcó un antes y un después para que tantos artistas pudieran inspirarse y construir sus carreras. La visualizaron, incluso, como una Billie Holliday o una Ella Fitzgerald contemporánea. Considerando todo lo anterior y aún más que Amy Winehouse dejó este mundo apenas la década pasada, es innegable sentir que Back to Black (2024) de la directora Sam Taylor-Johnson, título también del último álbum de la cantante, es un intento superficial como acercamiento a sus días.
La película arranca con un primer acto que le urge llegar al punto en cómo Amy (Marisa Abela) entra en declive. Son apenas brisas las que muestran el contexto de esta mujer -su familia, sus romances, sus influencias, su talento y su hambre por vivir- previo a tener cualquier contacto con la fama, pero su alcance llega con una facilidad que resulta inverosímil.
Llegamos entonces a las que quizás son las tres escenas más auténticas, una detrás de otra. La primera, cuando Amy y su padre (Eddie Marsan) se reúnen con los ejecutivos, quienes prefieren posponer la llegada de su música a EE.UU. hasta su siguiente álbum y apuntan que su actual disco no es lo suficientemente comercial y critican su presencia en el escenario. La segunda, al salir de dicha reunión furiosa y discutir con su manager, Amy afirma lo nerviosa que está al subirse a un escenario y le expresa: “necesito vivir mis canciones, así que voy a tomarme un descanso para que más cosas realmente me ocurran”. La tercera, al conocer a Blake Fielder-Civil (Jack O’Connell), el amor de su vida, en un encuentro que se percibe genuino en su interacción y en su conexión.
Estás tres escenas eran las oportunidades perfectas para desarrollar a su estelar porque… ¿Quién es esta chica? ¿La que le cuelga el teléfono a un ejecutivo porque “no es una maldita Spice Girl”? ¿O la que afirma que no puede ser feminista porque ama demasiado a los hombres? Puede ser todas ellas y no ser contradictorio: sin embargo, no podemos entenderla porque siempre se nos mantiene al margen. El film se decanta sólo por esa tercera escena y paulatinamente desecha lo demás, esforzándose por diseccionar esa dinámica. Y cuando la agresiva química entre los actores es notable -dos tornados para los que sólo es cuestión de tiempo que colisionen-, la cinta comienza a transcurrir con demasiados problemas y vuelve a salir volando, ahora en círculos y con un ritmo casi sin control.
Lo único en lo que Back to Black profundiza es la relación entre Amy y Blake, un personaje que, en su intento de darle más ambigüedad, termina con tantas motivaciones detrás que nunca nos deja nada claro. ¿Realmente la ama o sólo es por interés? ¿Habla en serio cuando afirma que es momento de terminar la relación o es un truco de manipulación más? Si ella rechazó acercarse a “las drogas duras” con él, ¿cómo fue que terminó ahí?
Y esa es la mayor y quizá única constante de la película de Taylor-Johnson: nada queda claro, todo a medias. Nunca termina de establecer algo, porque supone que el espectador conoce -o tiene cierta noción- de la historia en que se basa la cinta y se muestra indecisa de hacer algún señalamiento, de hacer algún juicio y, sin darse cuenta, condena a su personaje principal.
En Amy (2015), el documental ganador del Oscar, Asif Kapadia logró dotar de un ritmo constante -en la misma cantidad de tiempo que Black to Black– de inicio a fin con el que guiarnos para saber quién era Amy: la desconocida que se iba desenvolviendo como artista, los personajes que iban alrededor de ella, su importancia, qué representaba y porque estaban ahí (para bien o para mal) … Ahí, se nos lleva de la mano y casi sin darnos cuenta, estamos igual que ella, asombrados del nivel de fama que alcanzó y que nunca pudo controlar. En el documental se veía cómo detrás de su rebeldía había una vulnerabilidad que aún no le preparaba para lo que venía, del camino de destrucción al que se vio empujada, a veces por los medios, a veces por sus seres queridos, a veces por ella misma. Nos pone en sus zapatos y es por eso que nos destroza.
Amy mencionó casi todos los temas polémicos de su protagonista sin ser sensacionalista, mientras que la cinta de Taylor-Johnson prefiere evitarlos y enfocarse en su historia de amor. Eso implica entrar en un callejón sin salida que nos distancia y continuamente se siente sin sustancia. De igual forma, carece de propuesta, pues la directora cree que mostrar a su protagonista alcoholizada en callejones oscuros o consumiendo droga en planos cerrados será suficiente para asombrar a su audiencia. Irónicamente, cuando sí parece haber alguna especie de dirección, es cuando más artificial se siente -las escenas en Nueva York o Miami lucen sintéticas-, ya que el montaje intenta mostrarla como el ave encerrada en la jaula de oro que ella misma eligió -la fama, las adicciones o su relación tóxica-, una analogía no tan sutil como quiere aparentar.
Esta Amy no es aquella que hace catarsis a través de las letras de sus canciones, “la que saca algo bueno de algo malo” como ella misma declaró, sino la niña perdida que pide gritos ayuda por medio de ellas. O al menos así la quiere dibujar este guion. Sus números musicales no resultan memorables (a pesar de que están destacablemente interpretados por Marisa Abela con su propia voz), pues están insertados con calzador en un intento de remarcar lo bien producidos y perfectamente calcados que están del momento en que se basan, pero cualquier visita a YouTube del material original se mantiene como una versión superior. Su encarnación es humilde, pero por más matices que le inyecta, su caracterización -al igual que el resto del film- se queda a medias: una dentadura hollywoodense perfecta está constantemente en pantalla, por ejemplo. El guion no le permite desarrollar a su personaje, porque la acorrala bajo el argumento de lo volátil e impredecible que era la cantante.
Back to Black es un completo desastre de inicio a fin, pues -casi- todos los valores cinematográficos de su puesta en escena los quiere justificar con el único motor que mantiene la película en marcha: la volatilidad de su protagonista. La falta de visión hace que la cinta no sepa siquiera a dónde canalizarse y en el proceso, tal como Winehouse en la primera secuencia, corre sin detenerse, completamente cegada como para reflexionar sobre lo que sucede en el resto de sus apartados.
Lo más preocupante no es el resultado total del film, que afortunadamente devendrá olvidable una vez termine su paso en las salas, sino que en algunos años este será el acercamiento más asequible a la cantante para las nuevas generaciones. Su escena final, que pretende ser una especie de momento liberador, luce forzada -especialmente bajo su detonante-, resultando más preocupante -y rayando lo grotesco- que cualquiera que las que pudo mostrar de forma gráfica y visceral. Quizás esté bajo interpretación, pero ¿es así como merece ser recordada? ¿Cómo el ave cantora que siempre estuvo en una jaula de oro y, cuando por fin fue libre, fue arrastrada a una vorágine de la nunca tuvo oportunidad de huir?
Back to Black (EE.UU., 2024)
Dirección: Sam Taylor-Johnson / Guion: Matt Greenhalgh / Producción: Nicky Kentish Barnes, Ron Halpern, Debra Hayward, Anna Marsh, Joe Naftalin, Alison Owen y Sam Taylor-Johnson / Fotografía: Polly Morgan / Montaje: Laurence Johnson, Martin Walsh / Música: Nick Cave, Warren Ellis / Reparto: Marisa Abela, Lesley Manville, Eddie Marsan, Jack O’Connell, Sam Buchanan, Juliet Cowan, Ansu Kabia, Bronson Webb, Harley Bird, Matilda Thorpe