David CronenbergEstrenos

CRASH

Una boda de pesadilla entre la tecnología y el sexo

Crash. Revista Mutaciones

El propio J. G. Ballard explicó en el prólogo a la edición francesa de Crash su intención de escribir una novela pornográfica. Junto con una defensa del género de ciencia ficción, entregaba a su vez una reflexión confesional sobre la tarea del escritor y una visión -que es a su vez una arenga- sobre las posturas desfasadas y anacrónicas que observaba en la producción literaria de su tiempo. En aquellos años 70 la sociedad de consumo florecía a pleno rendimiento y Ballard ofrecía en su prólogo la visión de una masa compradora anestesiada por la repetición de los mensajes publicitarios y unos medios de comunicación capaces de hacer soportables -incluso excitantes- el sufrimiento y la mutilación.

El autor parece recoger la insidiosa máxima del futurismo como movimiento empeñado en la negación del pasado y la celebración de la velocidad, la técnica, la guerra y la muerte: un coche de carreras es más hermoso que la Victoria de Samotracia. Otros movimientos artísticos también pertenecientes a las primeras vanguardias, como el surrealismo y el dadá, muestras de la rupturas y cambios que empezaría a alumbrar el siglo XX, son el germen de posteriores expresiones, técnicas y temáticas del arte en la época del esplendor de la sociedad de consumo, como lo fue el arte pop. Las pinturas de grandes desnudos erotizados de Tom Wesselmann y las obras de Andy Warhol, que reproducen de forma seriada fotografías de accidentes de tráfico, ya hablan el mismo lenguaje que Ballard se propuso retorcer en su novela.

El automóvil representa un potente símbolo, el del objeto de consumo perfecto: fabricado en cadena, con sus formas aerodinámicas suaves, capaz de precipitar a toda velocidad nuestros deseos, también satisface una oculta atracción morbosa al significarse, en palabras de cualquier profesor de autoescuela, como un ataúd con ruedas. Un amasijo de metal arrugado, recorrido por pliegues caprichosos que arruinan los suaves biseles del elegante diseño industrial: superficies de aluminio mojadas por el rocío teñido de sangre y heces, concertinas de vidrio dentado que trocean el recuerdo de un cuerpo humano, las flamantes líneas de último modelo deformadas por un impacto que las hace irreconocibles o el reverso del ideal de progreso tecnológico y la era de la comunicación en el reflejo de un parabrisas roto.

Así es la visión apocalíptica de Ballard, la náusea de un diseñador de interiores que ha olvidado sus pesadillas mientras soñaba con el progreso.

Andy Warhol. Orange Car Crash Fourteen Times. Revista Mutaciones

 

Crash test dummies

Estrenada en 1996, la versión cinematográfica de David Cronenberg se alzó con el Premio Especial del Jurado en Cannes rodeada de cierto revuelo. Tal vez la pacata sociedad de aquellos años no estaba preparada para la pérdida de la inocencia que acontecería con el fin del milenio.

Adaptación fiel del libro de Ballard, la película nos sitúa hábilmente en un presente atemporal, frío y plomizo, para encadenar una serie de estampas sexuales forzosamente conectadas por un débil hilo argumental. El espectador que se aferre a este hilo, se verá empujado, paulatinamente hacia las sórdidas obsesiones de los personajes, verdaderos muñecos de pruebas de choque, maniquíes vacíos, aburridos de una existencia repetitiva y anodina, donde todo está al alcance.

La narración de Crash acomete con pericia el objetivo de infectar la mirada, de condicionar su moral, resultando un muestrario de perversiones: al desapasionado tono soft porn del inicio, en el que el personaje de Catherine (Deborah Kara Unger) desliza un pecho por el brillante fuselaje de una avioneta, le sigue la escena de la salvaje penetración de su marido James (James Spader) a escondidas en un set de rodaje. A continuación, el matrimonio se reúne en el balcón de su piso de bloque residencial desde el que observan con abulia los inmensos ramales de una autopista atiborrada de tráfico. El marido empezará a ver trastornado su comportamiento a raíz de un accidente en esa misma carretera. Este hecho excepcional se convierte en el disparador de nuevas obsesiones y su transformación se materializa en la prótesis mecánica que el personaje llevará atornillada a la pierna.

En la sombría fotografía de Crash se observa la intención de convertir en iconos religiosos a estos mártires de cuerpos magullados y sanguinolentos, haciendo surgir de la pantalla versiones hiperestésicas de la Piedad de Miguel Ángel o el Cristo de Mantegna. Volvemos al concepto futurista, a la actitud iconoclasta del collage dadadísta, la subversión impúdica del surrealismo y la sensibilidad pop: no es por casualidad que el personaje fanático de Vaughan (un impagable Elias Koteas) escenifique la muerte de James Dean en una macabra performance consistente en colisionar dos réplicas exactas de los automóviles implicados en el funesto acontecimiento. Vaughan es el auténtico outsider que, como un sardónico prometeo, hace tambalearse lo establecido. Auténtico motor de la historia, con la desaparición de Vaughan se apaga el relato. La primera frase de la novela de Ballard está dedicada a él: “Vaughan murió ayer en un último choque». El rosario de cicatrices de su cuerpo culmina con un tatuaje profético, y llegado ese punto la trama no avanza y su progresión se interrumpe como un delgado filamento de esperma condenado a romperse por la separación de los cuerpos. El resto de acólitos actúan sin atisbar un verdadero sentido a sus actos: Helen (Holly Hunter), reacciona como una adicta al efecto amplificado de la cámara lenta, como si el visionado de ensayos automovilísticos fuese una droga de diseño; Colin (Peter MacNeill), el conductor que acompaña a Vaughan en la desquiciada performance, sueña con la puesta en escena y el vestuario perfectos para su suicido a toda velocidad. El propio personaje de Catherine deseará regresar al lugar seguro de sus parafilias originales (la excitación producida por el tacto de todo tipo de superficies y texturas) después de que sea salvajemente asaltada por Vaughan en la parte trasera de un descapotable. James, su marido, se limita a oficiar de mirón, un testigo ante el rectángulo de esquinas redondeadas del retrovisor.

La capota se sube lentamente, cubriendo a los ocupantes como el caparazón de un bivalvo hasta ceñir el encuadre a los labios de la actriz y su busto solícito. El coche se desliza hacia el interior del túnel de lavado tras la caricia de los flecos de goma de una cortina. Unos rodillos frotan la superficie del vehículo y lo lubrican, derramando una cascada de líquido jabonoso que cubre las ventanas de espuma, masturbando a la máquina.

Crash cronenberg revista mutaciones

 

Actualización

Escribir sobre David Cronenberg puede suponer perderse en un bucle de referencias cinematográficas, adentrarse en un laberinto libidinoso intertextual, una exposición de iconos y escaparates estéticos que uno frente al otro se multiplican en reflejos consecutivos. En su obra, capaz de reconciliar alta y baja cultura, encontramos una veneración por las pulsiones subconscientes y los tabúes freudianos que no desdeña su marcada filiación al cine de género, al menos desde su primera etapa hasta el fin de su ciclo sobre la nueva carne. Su carrera actual se desarrolla en una nueva etapa. Un público mayoritariamente descreído y sobreinformado tal vez encuentre más afinidad con el desenfado y la ligereza de Existenz (1999) que con un verso suelto como Spider (2002), a la que correríamos rápidamente a meter en el saco de películas noventeras hipotecadas con su giro final. Las más recientes Una historia de violencia (2005) o Cosmópolis (2012) se engloban claramente en otro ciclo creativo y estilístico muy diferente al de la dupla perversa entregada con Inseparables (1988) y Crash.

¿Qué vigencia puede otorgarse a Crash en el linaje de películas transgresoras o con capacidad para perturbar al espectador, aquellas que a lo largo del tiempo han desplazado el umbral de lo soportable, de lo correcto, de lo que es posible admitir en una película comercial? Y por último, ¿qué podría resultar de una sesión doble de Crash y Los sexoadictos (2004), en la que John Waters es capaz, como acostumbra, de hacer trizas el pudor a base de una exageración y mal gusto que llevan a la carcajada? Crash sigue siendo capaz de provocar al espectador, sin embargo, bajo una perspectiva de 25 años desde su estreno, su metraje escamotea con indolencia la representación de la relación sexual entre hombres mientras el sexo femenino es expuesto constantemente y el miedo a la penetración es sublimado a través de las embestidas de un coche contra otro.

Algo que contribuye al desasosiego que despierta Crash es la sensación de que todo sigue igual para sus protagonistas. Estos continúan viviendo sometidos, incapaces de librarse de su insatisfacción, sus apegos suicidas y anhelos de realización a través de actos sexuales exhibicionistas, tal y como arroja el plano final acompañado de un fatídico «la próxima vez será, cariño», susurrado al oído.

No, la película ya no es tan kamikaze como se esperaría. Sin embargo, desde la pantalla de cine todavía tiene el poder de aislar al espectador, de succionarlo hacia ese mundo estético de maravilla sórdida.


Crash (1996, Canadá, Reino Unido)

Dirección: David Cronenberg / Producción: Alliance Communications Corporation, Recorded Picture Company (RPC), The Movie Network (TMN), Téléfilm Canada (Productor: David Cronenberg) / Guion: David Cronenberg (Novela: J. G. Ballard) / Música: Howard Shore / Fotografía: Peter Suschitzky / Reparto: James Spader, Holly Hunter, Deborah Kara Unger, Elias Koteas, Rosanna Arquette, Peter MacNeill / Distribuye: A Contracorriente Films (versión restaurada en 4K)

3 comentarios en «CRASH»

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