LAS COSAS QUE DECIMOS, LAS COSAS QUE HACEMOS
Las cosas que sentimos
Las cosas que decimos
El título de Las cosas que decimos, las cosas que hacemos anuncia la característica que mejor puede definir la nueva película de Emmanuel Mouret, su dialéctica. Dos pensamientos se superponen, se contradicen y conviven de la mano de un amplio y variado reparto de jóvenes, maduros, casados, divorciados, mujeres, hombres, leales, infieles y confesos. Todos ellos pernoctan la idea del amor, o como rectifica Maxime, el novelista alter ego, del sentimiento. Entendido el concepto, bien como una pasión incendiaria e idílica que sucumbe todo intento de control por parte de la razón, bien como un tierno cariño construido a base de tiempo, dedicación y fe, estas dos filosofías se alternan, como hacían platónicos y aristotélicos, para dudar sobre absolutamente todo salvo de una cosa, que el verdadero amor siempre conlleva la felicidad.
Si el protagonista es literato, es coherente que abunden los diálogos. Como ya sucedía en El arte de amar (2011), la ficción se articula a través de fragmentaciones interconectadas presentadas como relatos orales, narraciones que construyen, ladrillo a ladrillo, encuentro a encuentro, un discurso diametral, original y plural sobre el que estructurar la película en su totalidad. No obstante, en Las cosas que decimos, las cosas que hacemos esta premisa narratológica se refina para hilvanar la sucesión de sketches de su anterior trabajo en una trama de aventuras cruzadas con tintes «woodyallenescos», una afinada comedia de enredos.
Todos los líos orbitan sobre un elemento moral; no hay más que recordar el cinismo de los escépticos amantes sobre las acciones de los soñadores y viceversa, para comprender que no todas las palabras son pensamientos honestos y que entre el querer y el hacer existe una gran diferencia. Porque si hay algo que expone la herencia de El amigo de mi amiga (Eric Rohmer, 1987) en el cine de Mouret no es el respeto por imprimar el tiempo fílmico sobre el tiempo real en extensos planos secuencia coreografiados, o la predilección por la iluminación natural que proporcionan los ambientes rurales, que también, sino la representación de personajes que se ponen inconscientemente a sí mismos en escena. Distintas formas de actuar que los propios individuos encadenan como máscaras, ocultando sus verdaderos sentimientos y sacrificando la sinceridad en pos de las convenciones sociales. El eco resuena con evidencia en las palabras de Carlos F. Heredero a propósito del maestro francés, “Rohmer filma a sus personajes de frente, de tú a tú, sin complacencia ni paternalismo, sin ínfulas de superioridad, con ternura comprensiva, pero sin justificarlos, dándoles a todos sus razones (como hacía Renoir) sin necesidad de compartirlas”. Se podría decir entonces que la virtud de Mouret reside, por un lado, en recuperar la mirada humana, en realizar un análisis crítico y distante de sus personajes, y por otro en tejer un relato coral que por complejo no deja de ser fluido.
Las cosas que hacemos
Una vez se han auscultado los motivos textuales, la semilla de la que mana el compromiso con la escena, emergen tres ideas capitales para entender las acciones de los personajes y la mirada de su director. La primera funciona con el entendimiento de los códigos, del bagaje fílmico de cada espectador. El director hace uso de los elementos desarrollados por la mejor comedia visual del cine silente, como la expresión caricaturesca que exacerba las emociones o la plasmación del subtexto a través de situaciones surrealistas — un menage a trois durante une partie de campagne — para retratar la desgracia, el desasosiego, de un desafortunado en el amor, y también en el juego. Para reírse con ternura de un corazón robado, de un Charlot enamorado.
En segundo lugar, una idea explicita que surge de los protagonistas, la teoría mimética por la que el ser humano desea al ver el deseo ajeno, el amor como posesión. Aunque se pronuncie de refilón, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos está constantemente reflexionando sobre la naturaleza real, cierta e íntegra de los sentimientos. Las vueltas de tuerca entre amantes y examantes siembra la duda del placer sobre sus vidas. Se cuestionan, como cualquier espectador, sus decisiones pasadas, lo que atormenta sus presentes y derrumba sus futuros. Pero quizás esa teoría mimética puede, a su vez, estar apelando a la metaficción, a la naturaleza del relato cinematográfico, al gusto por escuchar historias que sienten los personajes y en el fondo, cualquier espectador. El deseo de desear lo ajeno, el gusto por completar la felicidad propia con la narrada durante mil y una noches, es el fundamento del propósito fílmico; es la razón por la que Mouret hace películas y yo, o realmente cualquiera, las disfruta.
Y en tercer lugar, otro pensamiento que se manifiesta materialmente en el filme, el perdón y el sacrificio humano. En repetidas ocasiones un documental se cuela y agrieta los relatos. En él, un filósofo anónimo proclama que el verdadero ser humano siente predilección por el amor desinteresado y, en consecuencia, no hay lugar alguno para los celos, la venganza o el castigo. Este inocente discurso que aboga por el positivismo es la llama que aviva y transciende la dimensión moral de la película. Después de todos los líos, los besos regalados y las noches en vela, Mouret culmina con dos caminos que pudiendo entrelazarse, se separan precisamente al renunciar al dominio mutuo, al comprender que el amor es comprensión, libertad y, sí, también dolor. Un amargor dulce inunda entonces la memoria, los minutos pasados y, en un enternecedor epilogo, los sentimientos terminan por acortar las distancias. Si para entonces Mouret había explorado los territorios románticos, con esto los coloniza y hace que el espectador salga del cine con una ilusa, absurdamente ilusa, sonrisa.
Las cosas que sentimos
Quizás, las referencias cinematográficas, las reflexiones textuales de su planteamiento de escena, el juego con los códigos cómicos y románticos o la sinceridad de su discurso ya fuesen valores suficientes para señalar la belleza de Las cosas que decimos, las cosas que hacemos. Pero quizás ninguno de estos valores tenga sentido de no estar acompañado por una puesta en escena tan comprometida con el medio cinematográfico. Aun dejando fuera aspectos críticos esenciales como las localizaciones, el vestuario o la profundidad de campo, hay dos ejercicios formales que requieren especial atención: el desarrollo de la música y el movimiento de la cámara.
Mouret hace uso de una banda sonora no original, parte de composiciones clásicas reconocibles para acompañar casi todas sus secuencias. Lo que tras una primera reflexión podría parecer una simple repetición agotadora de distintos éxitos de filarmónicas que cero o nada tienen que ver con el presente de la narración, tras varios movimientos se divisa como una inteligente y calculada articulación lingüística. Desde los valses de Schubert, hasta las óperas de Puccini, los adagios de Haydn, los nocturnos de Chopin o las piezas de otros tantos maestros como Debussy, Vivaldi, Offenbach, Tchaikovsky, Satie o Mozart, las melodías reformulan la película y le otorgan una envergadura historiográfica. Todas las obras mencionadas son piezas consagradas al amor en momentos de delicada pasión, son obras definidas como románticas. Por ello, cuando Mouret las coloca en un beso, en un adiós, en una miradas, no sólo está colocando al espectador dentro de una emoción o de un registro concreto, sino reflexionando sobre la recreación musical del amor. Vuelve a preguntarse así si al escuchar también deseamos la pasión de quien toca, también sufrimos del mimetismo que nos conmueve y nos enamora. Conecta su película con la tradición consolidada de escribir partituras con lágrimas y propone reflexionar sobre la creación artística en torno al amor, si es que tal fenómeno se puede representar.
El otro aspecto fundamental de Las cosas que decimos, las cosas que hacemos no es ningún hallazgo original; cualquiera habrá oído mil veces ya el aforismo de Jean-Luc Godard, “el travelling es una cuestión moral”. Emmanuel Mouret parte, como buen francés, de las enseñanzas de Jacques Rivette y su De la abyección para planificar una serie de acercamientos de cámara puntuales y decisivos que nacen fruto de la reflexión sincera que alimenta toda la película, ¿Cómo no sentirse un impostor al filmar una emoción tan misteriosa como el amor? A lo largo de la película varios personajes se enamoran, o más bien, toman conciencia de sus sentimientos durante unos acusados deslizamientos que acercan las pupilas acuosas y los rostros colorados al espectador. Son instantes que rompen el realismo construido durante los planos secuencia, donde la acción se detiene apenas unos segundos para enfatizar, que no espectaculizar, la emoción.
Por tanto, frente al acto inaprensible, la confesión de un autor que, una vez más, se pregunta cómo recrear, cómo narrar lo que no se dice, lo que no se hace pero lo que sí se siente. Un deleite ininterrumpido de pasión, risas, enredos y agrio desamor.
Las cosas que decimos, las cosas que hacemos (Les choses qu’on dit, les choses qu’on fait, Francia, 2020)
Dirección: Emmanuel Mouret / Guion: Emmanuel Mouret / Producción: Frédéric Niedermayer (Moby Dick Films, Canal+, Ciné+) / Fotografía: Laurent Desmet / Montaje: Martial Salomon / Reparto: Camélia Jordana, Niels Schneider, Vincent Macaigne, Jenna Thiam, Émilie Dequenne, Guillaume Gouix, Julia Piaton, Jean-Baptiste Anoumon
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