BOOGIE NIGHTS
El cine ha muerto, ¡viva el cine!
Cuando con solo 27 años Paul Thomas Anderson se aventuró a realizar su segundo largometraje, ese alucinado y frenético mastodonte cinematográfico de más de dos horas y media de cine explosivo que es Boogie Nights (1997), no podíamos alcanzar a imaginar la pertinencia de su retrato en la actualidad. De acuerdo, si hacemos una sinopsis poco efusiva podríamos decir únicamente que esta película refleja el fin de la década de los setenta y el consecuente inicio de los años ochenta a través del ascenso y la “muerte” del cine porno americano. Pero, si nos ponemos más exquisitos y recordamos que, ahora, también es el autor de Puro Vicio (2014), The Master (2012) o Pozos de ambición (2007), es fácil observar cómo el cineasta nacido, cómo no, en Studio City va mucho más allá del mero retratista de época. Lejos de atmósferas evocadoras, la historia de Estados Unidos y la del propio cine es para el californiano una suerte de red de conexiones por establecer y de las que aprovecharse para sembrar con un relato del pasado una reflexión de su presente, y dejarse varios misterios bien guardados para el futuro. Ahora sí, podemos preguntarnos ¿Habla Boogie Nights de la muerte del cine porno?
“La película es muy cara y todos los cines se están convirtiendo ya en videoclubs” – Floyd Gondolli (Philip Baker Hall)
Paul Thomas Anderson recrea en Boogie Nights la transformación -a peor- de una industria que vivía su edad de oro. Un cine, el pornográfico, que en los años setenta se exhibía en multitud de salas y cuyos taquillazos sacudían las calculadoras de la industria como cualquier saga galáctica. Basta recordar que clásicos como Garganta profunda (Gerard Damiano, 1972) pasaron por el mercado de un Festival de Cannes de 1974 donde los mayores altercados -en una edición con obras de Fassbinder, Pasolini, Coppola, Resnais, Spielberg o Altman entre otros- fueron para conseguir entrar a ver la obra de Damiano sobre la mujer con el clítoris en la garganta; y que, en la actualidad, se mantiene imbatible como la película con más beneficios generados por dólar invertido. Aunque el caso de la película de Damiano es extremo (costó 47.000 dólares y ganó más de 600 millones) sirve para comprender la grandeza de una industria cuya decadencia vendría solo una década después. Los cines porno se cerraron uno tras otro y los costes cinematográficos de baja estofa empezaron a ser incluso demasiado en una industria que tuvo que embrutecerse, quizás para siempre. Llegó el vídeo, las producciones domésticas y con ellas las preocupaciones estéticas. Las historias o la autoconciencia creativa derivaron en crudeza, reality y tosquedad.
Pocos -probablemente PTA no era uno de ellos- podían pensar que con algo tan inesperado como la popularización de internet y la generalización de calidades como el FullHD o incluso el 4K el porno se situaría ahora como algo más poderoso, consumido y extenso que nunca. Multiplataforma, fragmentado en infinidad de formatos que van desde producciones en forma de largometrajes o seriales hasta escenas aisladas… con una industria en la que conviven webs de pago con otras gratuitas –que disponen de servicios premium– en perfecta armonía. Un mercado lleno de etiquetas para personalizar el gusto de cada usuario que, ahora más y mejor que en los ochenta, consume el cine pornográfico en la intimidad de su hogar.
“Yo soy director de cine, jamás haré una película en vídeo” – Jack Horner (Burt Reynolds)
Grandes nombres de la industria cinematográfica como Tarantino, Nolan, Spielberg o el propio PTA han hablado del futuro de su industria. Las pequeñas salas que cuidan el producto se cierran, crecen las multisalas repletas de Fast Cinema, las grandes películas del año se estrenan directamente en Netflix y los mejores cineastas prefieren hacer series para televisión que películas. ¿Qué está pasando? ¿Estamos en 2018 o en 1983? ¿Hablamos de David Lynch y Steven Soderbergh o de Kirdy Stevens y Gerardo Damiano?
Este apocalipsis industrial parece cíclico: ocurrió con el paso del mudo al sonoro, del cine al VHS porno, del celuloide al digital… ¿Pasará de la gran pantalla colectiva a la Tablet personal y los auriculares? Aunque está claro que en el cine porno todo esto ha acabado teniendo un final feliz (lo sé, chiste fácil) a nivel industrial, que no artístico, al igual que ha sucedido con el paso de los videojuegos de recreativas a las grandes consolas domésticas, lo interesante del retrato de PTA en Boogie Nights es reflexionar sobre lo que se pierde mientras se cambia y, quizás, se gana.
Antes de poner la guinda a la tarta de todo el cine del Siglo XX que es Magnolia (1999), Boogie Nights ya contenía en sus multiformes secuencias la capacidad para invocar el final de todo un siglo. En ella, el joven Paul vampiriza con la energía de la juventud a sus referentes. Demme, Scorsese o Altman planean por una película en constante reinvención. Hablamos de los setenta y ochenta, de sus colores, sus ritmos y sus alegrías, pero también de la droga y la violencia. Bastan como ejemplo dos de los planos secuencia más espectaculares de la película: el de inicio, que presenta a todos los personajes protagonistas mientras nos introduce en un club nocturno al más puro estilo Uno de los nuestros (Martin Scorsese, 1990) y su escena del restaurante, y el de año nuevo, donde el Pequeño Bill (William H. Macy) asesina con templanza a su promiscua mujer (interpretada por Nina Hartley, mítica figura femenina de la industria pornográfica desde que comenzó su carrera en 1980 permaneciendo aún activa) para después suicidarse con un disparo que coincide con el primer segundo del año 1980.
Hablamos de una película cuya narración lineal de la ascensión y caída de Dick Diggler (Mark Wahlberg) se fusiona de forma sutil, impredecible y tremendamente orgánica en una suerte de narración coral de personajes cuyo espacio e interrelación con el centro de la historia es siempre el preciso. La joven estudiante sin graduar y falta de atención materna que es Rollergirl (Heather Graham), la madre sin derecho a ejercer de ello (Julianne Moore), el amigo inocente y bonachón (John C. Reilly), el imposible enamorado (Philip Seymour Hoffman), el fracaso del soñador americano (Don Cheadle), el artista megalómano e incomprendido por la industria (Burt Reynolds) o la figura trágica de Pequeño Bill (William H. Macy). Todo un compendio de géneros y personajes que puntean la linealidad clásica de una narración que absorbe y aprovecha eso que luego explosionaría en Magnolia, algo tan de los noventa como son las narrativas de historias cruzadas de Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994) o Vidas Cruzadas (Robert Altman, 1993).
Por si fuera poco, en esta película sobre la industria del porno sin rastro de sexo explícito o contenido erótico, la última escena viene a dinamitar todo cual bomba atómica. En ella, el espejo se enfrenta a un Wahlberg que se anima antes de salir a escena para volver a ser el que era. La escena cita literalmente el final de Toro Salvaje (Martin Scorsese, 1980). Y es que, al igual que Scorsese no perdía ocasión para homenajear la obra maestra de Elia Kazan, La ley del silencio (1954) en el final de su película sobre el boxeador Jake La Motta, el director de Puro Vicio no desperdicia la oportunidad de citar a su principal influencia. Como si la historia del cine, el arte del siglo XX, fuese como jugar al “teléfono roto”, es en la variación entre escenas donde se encuentra el avance. Así, desde la melancolía fraternal de la escena de Marlon Brando y Rod Steiger pasamos a la soledad de Robert De Niro y su reflejo para llegar hasta Mark Wahlberg y, sí, tras más de dos horas hablando de él, su extenso pene. Del clasicismo a la modernidad acabando en la autoconciencia, paródica y melancólica al mismo tiempo, del posmodernismo. Inmensa e inabarcable, Boogie Nights, como todo el cine de Paul Thomas Anderson, parece que habla del pasado, puede que se refleje en el presente y, quizás, acierte con el futuro. En todo caso, obra (y cineasta) de época, pero atemporal y en consecuencia imperecedera. Como el gran cine porno.
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