FESTIVAL DE BERLÍN 2019 – SECCIÓN OFICIAL (III)
Mucho ruido y pocas nueces
El Festival de Berlín ha sido desde hace ya muchas ediciones hogar de infinitas películas con trasfondo reivindicativo. De hecho, desde 1987 se entrega cada año el Teddy, premio destinado a títulos con protagonista gay, lésbico o trans, que espera dar cabida a toda aquella parte del espectro sexual y de género que aún no está plenamente reconocido, incluso en los festivales. Este 2019 hubo dos películas que situaron su clamor feminista en el centro de la Sección Oficial, desde dos planteamientos muy diferentes.
La primera fue, cómo no, Elisa y Marcela, dirigida por Isabel Coixet para Netflix. La controversia acompañó a su candidatura desde el primer minuto, ya que la cinta no va a poder verse en las salas alemanas (hasta ahora requisito fundamental para presentarse a competición) y, en España, donde sí se aseguró que se pasaría, la distribuidora A Contracorriente aún no ha especificado ninguna fecha de estreno. Coixet, autoproclamada feminista, como siempre no deja a nadie indiferente. Y menos indiferente dejará al colectivo LGTB+, porque la representación que da del amor lésbico es circense, desnaturalizada y hasta un poco grotesca. ¿A quién se le ocurre presentar a dos adolescentes descubriendo su orientación sexual a través de sexo con pulpos? Y, ¿eran necesarias las algas? Son preguntas que surgen en nuestra cabeza, al cabo de una hora de folletín supuestamente bienintencionado pero puesto en escena de forma mediocre.
Tampoco triunfó la otra reivindicación feminista declarada, God Exists, Her Name Is Petrunya, dirigida por Teona Strugar Mitevska, y que pronto veremos en cines españoles gracias a Karma. La película se centra en la epónima Petrunya (Zorica Nusheva), una mujer macedonia de treinta y pocos que decide participar en el tradicional concurso religioso de atrapar una cruz y, por sorpresa de todos, gana. Luego vendrán los ataques por parte de la comunidad de machos locales, las recriminaciones del sacerdote local y las insinuaciones de los policías, que no pueden aceptar que una mujer se quede con el ídolo. Una trama que se orienta en su totalidad al empoderamiento final de su protagonista, pero que no va hasta el fondo de la problemática: el guion nunca se plantea cuál es la situación de la cruz, la legitimidad de los eventos surgidos del puro folclore, ni siquiera la verdadera postura de Petrunya al respecto. Sin considerar todos estos puntos, la historia de Strugar Mitevska se agota fácilmente y nos deja solos ante una sarta de proclamas que ni nos vienen, ni nos van.
Es mejor salir del armario
Hay películas que se quedan, voluntariamente o no, a medio camino entre un género y otro. Films que abren puertas, pero que no se atreven a mirar dentro, revelando algo que podría trastocar todo su planteamiento inicial. Son cintas con conflictos identitarios, que prefieren evitar descubrir en sí mismas todas las responsabilidades que tiene pertenecer a un género en concreto. Este es el caso del siguiente tándem.
The Ground Beneath My Feet, de la austríaca Marie Kreutzer, empieza como el típico drama personal protagonizado por una workaholic, casi como una versión oscura y realista de El diablo viste de Prada. Lola (Valerie Pachner) es la mejor mujer de negocios de Rostock, pero su impecable carrera se dificulta cuando su hermana mayor es ingresada en un psiquiátrico tras haber intentado suicidarse. Aunque la protagonista intentará esconder su existencia para evitar consecuencias, las paranoias de su hermana empezarán a invadir su cotidianidad. Es aquí cuando la película hace un giro hacia el thriller psicológico, introduciendo ráfagas de elementos extraños en la vida de Lola (llamadas en medio de la noche, cartas, desconocidos que la siguen…). El espectador espera que se descubra cuál es el origen de esta profunda inquietud, pero la guionista-directora austríaca toma una decisión complicada al no darnos ninguna justificación ante tales hechos, dejando la trama en un limbo genérico que desconcierta y frustra a la vez. ¿Es esta una historia al estilo Cisne negro o, por lo contrario, los insertos psicopáticos sirven solo como metáfora de su estrés?
Vértigo será el encargado de llevar a nuestras salas otra película que descolocó por su género: El guante dorado, del multipremiado Fatih Akin (En la sombra). Esta es la adaptación cinematográfica de los crímenes del famoso asesino Fritz Honka, al que da vida un Jonas Dassler con muchas prótesis faciales encima. Justamente porque Honka es tan espantosamente feo y frecuenta unos ambientes tan decadentes (la taberna que da nombre a la cinta es de los lugares menos recomendables del Berlín de los años 70), lo más consecuente sería partir de lo asqueroso para dar cancha al humor negro y absolutamente desagradable, como ya hizo El estrangulador grasiento en 2016. De hecho, el primer asesinato ya apunta maneras, con un vomitivo diseño de sonido enfatizando lo físico que es cortar una cabeza. Pero, en la búsqueda constante de nuestra empatía hacia el protagonista, Fatih Akin pronto aleja sus crímenes de cualquier atisbo de humor y la cinta que prometía dos horas de sangre y salchichas se alarga, perdiendo rápidamente el interés.
Encontramos el amor en un lugar sin esperanza
Porque, en esta edición de la Berlinale, nuestro amor por el cine brilló como nunca gracias a películas que orbitaban alrededor de los cuerpos desituados, abandonados o dislocados. Cintas al estilo de Répertoire des villes disparues, dirigida por Denis Côté (Boris sin Béatrice), que sitúa un evento tan trágico como la muerte de un joven en un pueblo en medio de las montañas del Quebec para introducir un elemento fantástico en el luto de la pequeña comunidad. A medio camino entre Pau y su hermano y los momentos de extraña quietud de Los hambrientos, Côté nos abandona en una infinita extensión de nieve, dejándonos sin explicación alguna, atónitos ante una situación que nos supera racional e instintivamente. Sin miedo a arruinar el twist narrativo de la película, solo diremos que, como metáfora de la progresiva desocupación de los llamados “pueblos fantasma”, funciona – y como cuento de miedo, también.
Otro relato que gira alrededor de cuerpos abandonados en la nada más absoluta es Öndög, del mongol Wang Quan’an. Su premisa es sencilla: aparece el cadáver de una chica, desnuda, en medio de la estepa. El joven policía que debe vigilarlo mientras no llega la unidad forense es acompañado por una pastora, que lo ayudará a mantener alejados a los lobos. Quan’an aprovecha esta extraña setpiece (una pareja surgida de dos mundos completamente distintos: tradición versus modernidad, ciudad contra desierto) para sacar a la luz todo el universo mítico local asociado al nacimiento y a la muerte. En un año especialmente prolífico para ficciones de género situadas en parajes inhóspitos, el director descubre un elemento de inquietud casi lovecraftiana en el vasto desierto mongol a partir de las múltiples subversiones estéticas que orquestan su puesta en escena: ralentíes, extrañas iluminaciones, voces radiofónicas… Una curiosa cinta que tener en cuenta cuando hablemos del muy desconocido panorama cinematográfico mongol.
Y, para concluir, una propuesta que se acerca al cuerpo dislocado de una forma completamente original: I Was at Home, But…, de Angela Schanelec (Oso de Plata a la Mejor Directora). Aunque, en este caso, cuando hablamos de un cuerpo dislocado acabamos haciendo referencia más a la propia estructura y puesta en escena de la película que a un ente físico como tal. Schanelec (The Dreamed Path) ya nos tenía acostumbrados a su opacidad, pero puede que este sea su puzle definitivo. La alemana parte de una trama relativamente sencilla, la de un adolescente que regresa a casa tras estar una semana desaparecido, para explorar desde la más absoluta artificiosidad las consecuencias que esta ausencia ha tenido sobre su madre (Maren Eggert). Una puesta en escena distanciada, fría y, en muchas ocasiones, de un ritmo solo apto para los espectadores más pacientes, nos dejan con una de las voces autorales más potentes de los últimos años.