BARDO. FALSA CRÓNICA DE UNAS CUANTAS VERDADES
Fantasmagorías apátridas
Es más que evidente que a Iñárritu le hubiese gustado mucho escribir, rodar y montar 8 ½ (Federico Fellini, 1963) pero se ha tenido que conformar con Bardo. Falsa crónica de unas cuantas verdades (Alejandro González Iñarritu, 2022). También es cierto que le hubiera gustado vivir el brillante inicio del siglo XX en medio de la explosión de las vanguardias para participar activamente en el desarrollo del surrealismo, pero se le adelantaron, en las letras, André Breton y Apollinaire, y con la cámara, Buñuel, que dejó testimonio de cómo la imagen en movimiento se sometía a los postulados de la vanguardia. Así que a Iñárritu sólo le quedó la posibilidad de imitar de forma un poco simplona lo que el genio de Calanda plasmó con contundencia en verdaderas muestras surrealistas como El ángel exterminador (1962).
Silverio, el protagonista de Bardo. Falsa crónica de unas cuantas verdades, vuelve a su México natal desde Los Ángeles, el paraíso que lo ha acogido y adormecido con el narcótico del éxito, con motivo de ser homenajeado por la concesión de un renombrado galardón. Vagando por su ciudad de origen, flanqueado por una familia reticente a abandonar su recién descubierto Xanadú, se reconocerá un extraño en su lugar de nacimiento, un ajeno para sus iguales, un distante para con su madre de mente perdida y un aparecido para el fantasma de su padre. Un apátrida de todos sus orígenes: país, familia, padres, amigos, gente… incluso de su propia historia: la personal y la impuesta. Y en esta deriva emocional y personal por un paisaje que se le antoja ajeno y hostil, tendrá que asumir una crisis profesional: la de alguien que ha sido fagocitado por la industria, por el capital, por el imperio.
Que Silverio se haya convertido en el alter ego de Iñárritu en Bardo no es tan relevante como lo que el propio director de la cinta toma prestado del legado de Fellini en 8 ½ o de las imágenes del Buñuel más surrealista al que trata de emular con relativo acierto; véase la secuencia en que la gente cae desplomada en medio de la calle. La crisis del personaje, vaya en paralelo o no con una crisis del propio director, despliega una narrativa que, por abusiva, se vuelve tediosa: el uso del gran angular, los desafiantes planos secuencia, el empleo caprichoso del CGI (¿era realmente necesaria esa escena en que la cabeza del actor Daniel Giménez Cacho se coloca sobre el cuerpo de un niño para rodar la conversación con el fantasma de su padre en los baños de una sala de fiestas?), el jugueteo con la pista de sonido, la misma puesta en escena roza a veces lo delirante (por no escribir lo ridículo), como cuando el protagonista mantiene un ingenuo debate con Hernán Cortés sobre una pila de cadáveres.
Este exceso visual, y lo barroco de su puesta en escena, a lo que ya nos tiene acostumbrados el director mexicano, empaña un discurso que conecta con una temática que recorre casi toda su filmografía: la falta de ubicación o, más concretamente, la necesidad del individuo de encontrar un espacio propio, sea este físico o emocional. Sucedía en Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia) (2014) en la figura del desubicado actor Riggan Thomson, intentando el lugar desde donde poder expresarse como artista; o en la fallida Biutiful (2010), en la que el personaje encarnado por Javier Bardem trataba de reconectarse emocionalmente a través de una realidad que cada vez le parecía más ajena; incluso en El renacido (2015), donde la supervivencia del protagonista parece transmutarse en la necesidad del ser humano de reivindicar el reconocimiento de la individualidad, de la unicidad. Pero en Bardo, todo queda disuelto en una especie de verborreico lenguaje cinematográfico que empequeñece el que podría haber sido el mensaje de un hombre desguazado de referentes enfrentado a sus propios fantasmas.
Y aunque formalmente Bardo. Falsa crónica de unas cuantas verdades nos remita en cierta manera a los excesos de Paolo Sorrentino en La gran belleza (2013), el despliegue visual del italiano parece controlado (no siempre), mientras que Iñárritu se deja seducir por la efusividad de su propia narrativa y se acaba perdiendo en una película que hubiese necesitado de una aséptica revisión, eliminando de ella los tumores emocionales personales del propio autor.
Bardo. Falsa crónica de unas cuantas verdades (México, 2022)
Dirección: Alejandro González Iñárritu / Guion: Alejandro González Iñárritu, Nicolás Giacobone / Producción: Alejandro González Iñárritu, Stacy Perskie, Karla Luna / Fotografía: Darius Khondji / Música: Bryce Dessner / Intérpretes: Daniel Giménez Cacho, Griselda Siciliani, Íker Sánchez Solano, Ximena Lamadrid, Luis Couturier, Andrés Almeida, Leonardo Alonso, Luz Jiménez, Rubén Zamora, Fabiola Guajardo
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