ENTREVISTA A ANTONIO MÉNDEZ ESPARZA
A propósito de La vida y nada más
Para nosotros el plano lo es todo
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De origen madrileño y con una decada de formación y vida en Estados Unidos, Antonio Méndez Esparza es un cineasta que conoce el valor de un plano y la importancia de los accidentes y sentimientos que suceden en él. Lo demostró con su primer largometraje, Aquí y allá, donde representaba una pequeña historia real interpretada por sus protagonistas y que le valió el Premio FIPRESCI de la Semana de la Crítica en el festival de Cannes. Ahora vuelve a las pantallas tras una espléndida acogida en San Sebastián con La vida y nada más (ver crítica). Una película aun más depurada si cabe y llena de formidables encuentros, una ficción que se siente como un documental. Aprovechamos la ocasión para conversar con él.
La historia de su película anterior, Aquí y allá (2012), provenía del encuentro con Pedro De los Santos, actor y personaje real de la película, ¿de dónde proviene la historia de La vida y nada más?
Desde hace tiempo quería contar la historia de una madre soltera. Hay un proyecto que se llamaba Saudade sobre una mujer brasileña, madre soltera y emigrante en España. La historia recorría diez años: su llegada a España, su vuelta a Brasil para recoger a su hijo y de nuevo aquí, en medio de la crisis económica con todas sus dificultades. Intentamos que saliera la película, pero no ocurrió. Fue un poco doloroso y quizá yo seguía teniendo en la cabeza esta idea cuando, tras dos años en Estados Unidos me digo: «voy a escribir algo muy rápido y voy a ver qué pasa».
En un mes escribo la historia de ese personaje, que lo traduzco ahora en una madre soltera que trabaja de cajera en Walmart, y tenía que ser afroamericana. ¿Y por qué tiene que ser afroamericana? Pues porque en el Walmart de Florida todas las cajeras son afroamericanas. Fue un poco mirar la realidad y decir: «ok, pues la voy a contar». Para mí, quizás, lo más atractivo era conocer algo que desconozco para servirlo, intentar saltar esa distancia que imaginamos que nos separa. Y así empezó un proceso de casting muy extenso y de investigación de año y medio…
Es entonces cuando llega a Regina Williams y al resto de personajes, con el guión ya escrito…
Bueno, con la idea escrita. Un guión que a medida que en el casting iba conociendo a más gente iba modificando.
Entiendo que se trataba de un guión abierto…
Hay un guión que es como el refugio. Si no sabemos qué hacer volvemos a él. Pero hay otra parte, que es la que a mí más me entusiasma, que es la de “vamos a filmar esta escena que no está escrita”. Y en eso he tenido mucha libertad. Había unas escenas que llamábamos “X” y que no estaban escritas. Al final teníamos 40 «X”s, de las que muchas están en la película. Son escenas que surgen, ¿no? «Oye, y si pasara esto…».
Esa idea de franquear la distancia con algo que desconoces se siente mucho en los encuadres y los cortes dentro de cada escena. ¿Cómo determinas el encuadre y el momento de romperlo para acercarte a los personajes? Pienso, por ejemplo, en la escena del cuchillo, con dos cortes magníficos.
Vengo de una escuela muy clásica donde el encuadre es muy importante, y el director de fotografía (Barbu Balasoiu) es maravilloso. Para nosotros el plano lo es todo. Por lo general intentamos que las escenas funcionen en un plano, eso nos da más precisión en dónde poner la cámara. Pensamos mucho en eso y es una decisión muy consensuada.
Y luego, cortar siempre tiene que tener un efecto muy dramático. Para mí el corte es muy importante entre escena y escena y eso es lo que intentamos hacer en la edición. De hecho, muchas escenas son un choque de trenes. Dos ideas casi contrapuestas, ¿no? El corte dentro de la escena tiene que ser parecido. Tiene que ser un corte como agresivo, que tenga un nuevo significado. La escena del parque lo tiene. Siempre que vas a descubrir algo nuevo para el espectador o para la historia creo que cortar es esencial. Siempre hay una claridad. En la escena del parque no iba a cortar pero filmando la escena vimos que era necesario hacerlo. Desde donde estábamos era claro que necesitábamos más.
Aunque el corte y el encuadre son tan precisos, dentro del plano todo fluye con gran naturalismo. Las localizaciones se sienten reales y la iluminación natural. ¿Cómo trabaja con estos dos elementos para equilibrar el naturalismo con el artificio?
La casa de la película era una casa que alquilamos y que convertimos en un estudio. Es algo que nos llevó bastante tiempo. De hecho, es la casa de la hermana de Regina. Siempre teníamos que estar muy cerca y me daba hasta miedo coger una casa que no fuera suya.
Muchas veces tomo decisiones muy prácticas. Quiero decir, Regina trabaja de camarera, pues venga, vamos a buscar un sitio donde pueda trabajar de camarera. No me complico mucho la vida: la clínica de aborto es la clínica de aborto, el juzgado es el juzgado, el partido de futbol es un partido de futbol real y el autobús también, el colegio está funcionando y las clases son clases reales… La casa es la única parte que sí vestimos. Intento que la película tenga un revestimiento de realismo muy fuerte, así quizás puedes excusar alguna duda que puedas tener en una escena.
En tu cine, y aquí especialmente, hay un despojamiento absoluto no sólo del drama entendido sentimentalmente, sino de la dramaturgia en sí misma. Se diría que no hay núcleos cardinales (dispatchers) pero, al mismo tiempo, del orden de las escenas surge un relato muy claro. En este sentido, ¿cómo trabajaste la narración en La vida y nada más?
Cuando era estudiante alguien me dijo, y creo que es verdad, que yo trabajo un poco por acumulación. Quizás no es todo una línea recta sino un trabajo de ladrillos que poco a poco van sumando. Para mí eso es lo importante. Crear conflicto dentro de la escena, aunque sea muy pequeño, pero un poco. Y jugar mucho con la contradicción y con el conflicto del día a día.
Hay una secuencia al principio que me gusta mucho: “Andrew y Nesia van a casa”. Son cinco planos: están contentos, él la cuida, hace un chiste, empieza a estar cansando, le da de comer, está agotado… Nesia llora. Es un minuto y veinte pero una secuencia que te cuenta mucho de su relación.
¿Cuánto de la escena estaba escrito?
Esa secuencia sí estaba más o menos escrita. Hay una parte de Andrew, la base, que estaba en el guión: ese esfuerzo. En él hay una parte de amor y otra de “estoy harto”.
Quizás faltaban cosas que hacen los actores y que son maravillosas. Hay un momento, que recogimos con la cámara, en el que Andrew como que la deja caer. No la va a dejar caer pero lo hace como un chiste. Eso no estaba escrito.
La película es un examen riguroso y humanista de los condicionamientos sociales. Como dice un personaje al comienzo, al final del día o estás libre, muerto o en la cárcel. ¿Cómo concilia esa especie de destino de tres posibilidades con la libertad narrativa?
Yo no sabía la fuerza que iba a tener esa frase cuando surge en la película. De hecho, cuando estábamos rodando esa escena a mí la parte que más me atrajo fue en la que Andrew le reta de una manera muy modesta. Fue en el montaje donde me di cuenta de la importancia de la frase para el tema y para toda la película, pero no estaba en mi mente.
Lo que sí era muy importante y controlé hasta cierto punto es ese sentido de opresión que iba a llegar desde fuera. Esos zooms que iban a poner el destino de Andrew un poco en entre dicho. Que su mundo fuera particularmente frágil. Eso sí era una idea clara. La fuerza con que se dicen y se muestran las cosas fueron accidentes. Encuentros, vamos a decir.
Para mí lo importante es que esos encuentros sean posibles mientras estamos filmando para que luego podamos darle la importancia que puedan tener. Creo que Miguel Gomes dice que él, cuando filma, es como si estuviera esperando para cazar. Está apostado a ver si pasa la pieza o no para cazarla. Es una idea que me gusta. Cuando filmas estás esperando a que suceda el milagro. No sabes por dónde va a venir pero esperas que suceda.
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