ALEKSANDR SOKUROV
Cuatro notas para componer misterios
“Crear obras de arte es una forma seria de desarrollar a la Humanidad. Lo que un artista hace es desarrollar al hombre y abrirle horizontes que están más allá de los que Dios le dio al principio.”
—Aleksandr Sokurov
Hay una evolución desde lo extraño hacia lo distinto, hacia el cambio, en la obra de Aleksandr Sokurov que comprende ya más de cuarenta películas —tan variadas como desconocidas en el panorama cinematográfico actual—. El prolífico director siberiano, en activo desde los años setenta, siempre ha considerado la imagen y el sonido, es decir, la forma cinemática, como un modo de expresar la memoria y aglutinar varios tiempos históricos o espirituales en un mismo marco. En este texto trataremos de hablar de cuatro elementos clave del cine de Aleksandr Sokurov, centrándonos en las obras que ha hecho en el siglo XXI. No obstante, no podremos evitar referirnos a films anteriores, puesto que todos se apoyan entre sí y comparten multitud de elementos.
En el principio fue el sonido
Aleksandr Sokurov ha manifestado en más de una ocasión que es un cineasta al que no le gusta el cine, o mejor dicho, que no le interesa. Una de sus grandes pasiones ha sido siempre la locución radiofónica; escuchar clásicos del teatro y la literatura rusos en la radio —de ahí surge su tercer film, un cortometraje hecho para la televisión soviética llamado Código radiofónico RLN (Pozyvnye R1NN, 1975)—, donde el sonido guía al pensamiento y las imágenes surgen de la imaginación a medida que el relato avanza. En las películas de Sokurov, los paisajes sonoros devienen imposibles creaciones y desviaciones no visuales, pero sí ópticas. Al igual que en los sueños, donde las imágenes no atienden a leyes de perspectiva realistas ni tampoco a un punto de vista exclusivamente ocular, el cine de Sokurov cuenta con el fenómeno óptico arrancado del realismo palpable en la imagen real del mundo. Es el acto mismo de ver cuando no se ve nada o lo que se ve es tan distinto a lo acostumbrado que parece salir de un plano diferente.
“En el principio era el Verbo”, dice San Juan en el Evangelio, “en el principio fue la Acción”, dice Mefistófeles a Fausto en su adaptación del mismo nombre, “en un principio había un árbol” dice Sokurov al comienzo de Elegía de un viaje (Elegiya dorogi, 2001)… La verdad es que en lo respectivo al origen del mundo, en la tradición religiosa hay bastantes elementos primordiales. En el “mundo” que nos ocupa, que es la obra de Sokurov, en el principio de todo estaría el sonido. El sonido que se anticipa a la imagen, que da a luz la imagen. Los comienzos de El diario de San Petersburgo. Mozart Requiem (Peterburgskiy dnevnik: Mozart Rekviem, 2004) con los sonidos del mar y las campanas cuando aún no hay nada para ver; de Padre e hijo (Otets i syn, 2003) donde escuchamos unas gaviotas y la respiración de alguien antes de que aparezca la primera imagen de un cuerpo; o, de El arca rusa (Russkiy kovcheg, 2002), con la cadencia de unos tímidos instrumentos mientras un soplido cansado acecha el inicio de un evento aristocrático, son algunos ejemplos del auténtico origen de las imágenes que abrirán, cerrarán o aparecerán entre dichas películas. Normalmente es la música o algún sonido el que aparece al principio, nunca una voz humana. El diálogo en Sokurov es un elemento extraordinario que, por ejemplo, en sus films de los noventa aparece en contadas ocasiones y se reduce a la mínima expresión. Al margen de la propia voz de Sokurov en sus “documentales”, denominados “elegías” como sus títulos indican, el diálogo de los personajes es nimio en esa etapa, mientras que, a partir de Moloch (1999), pero de forma más evidente en Taurus (Telets, 2001), las palabras comienzan a convertirse —de nuevo, tras diez años desde su último film con diálogos fluidos: Salva y protege (Spasi i sokhrani, 1989)— en elemento esencial del cine “de ficción” de Sokurov.
Concretamente en Taurus, película que forma parte de la “tetralogía del poder” y que cuenta el último día en la vida de Lenin, el diálogo es tremendamente importante. Ya sea en la escena en la que el líder revolucionario habla con su hermana o en la que comenta el “desvío” de la Revolución de Octubre durante una cena o, quizá más importante, cuando mantiene una conversación con Stalin en la que ambas figuras hacen un duelo ejemplar de gestos mientras sus palabras suenan amables; el uso de la palabra deviene esencial para con la obra.
El uso del sonido en las películas de Sokurov conlleva un sentimiento de nostalgia e incertidumbre tremendamente evocador. La belleza surge de la duda de los personajes o del propio Sokurov al elevarse la música por encima de los cuadros que filma o conformar momentos de especial atención a la misma, como motivo superior a la propia imagen y nunca como mero acompañamiento. Es lo que sucede al principio de Voces espirituales o a la mitad de Elegía soviética (Sovetskaya elegiya, 1989), cuando el paisaje muta al son de la música y la voz de Sokurov y los rostros de los líderes políticos desde Lenin hasta Yeltsin pasan a modo de fotografías por la pantalla respectivamente. Concretamente, en Voces espirituales, escuchamos varias piezas de Mozart mientras se habla de su vida y muerte, al igual que se mencionan otros genios como Beethoven o Messaien. La influencia artística de Sokurov es triple: pictórica, literaria y musical. Y, precisamente en la música, es donde Sokurov encuentra el motivo clave para convertir su imagen en textura de un arte invisible, en contraposición al experimento de montaje que supuso la película biográfica sobre Shostakovich, otro de sus artistas predilectos. En Dmitri Shostakovich. Sonata para viola (Altovaya sonata. Dmitriy Shostakovich, 1981), Sokurov va más allá del simple retrato del artista para centrarse en la trascendencia de su obra más allá de las prohibiciones del régimen comunista, algo que retomará mediante la figura de Mstislav Rostropovich mucho tiempo después en Elegía de una vida: Rostropovich, Vishnevskaya (Elegiya zhizni. Rostropovich. Vishnevskaya., 2006).
Nótese que hemos hablado ligeramente de las tres dimensiones del sonido en el cine según Sergei Eisenstein (música, ruido, diálogo) de forma que puedan suponer un motivo, no de separación, sino de aunamiento. Pues en el cine de Sokurov cabe la posibilidad de hablar de estos tres elementos de forma aislada, pero teniendo en cuenta que el sentido último de su musicalidad se verá trastocado. ¿O acaso los jadeos de Mefistófeles mientras Fausto habla y el oboe da notas de pesadumbre no conforman un Todo musicalmente indivisible? A la hora de apreciar la obra sonora del cine del ruso hay que empezar por agrupar los sonidos entre sí además de con la imagen para conseguir ver lo que en realidad nos muestra. ¿Acaso no es imprescindible la música y las palabras de la liturgia cuando Sokurov hace preguntas al monje en Elegía de un viaje? ¿Acaso el sonido no ayuda también a desentrañar los misterios de la narración tan particular del cineasta? En Taurus, una tormenta suena durante toda la película y sin embargo nunca llueve, no se ven ni un rayo ni una nube negra. Es más, el plano final muestra un cielo azul cubierto por unas cuantas nubes blancas, lo contrario a un día tormentoso que, sin embargo, es lo que el sonido predica. En We Need Happiness (Il nous faut du bonheur, 2011), la palabra sustituye al silencio que imperaba en su alter-ego, Una vida humilde (Smirennaya zhizn, 1997), pues mientras que, en ella, la anciana japonesa manifestaba sus pensamientos mediante el gesto optando por el silencio casi sepulcral; en la otra, la anciana kurda lo hace mediante la palabra hablada, convirtiendo lo etéreo de lo cotidiano en realismo espiritual.
Para hablar de la potencia del sonido en el cine de Sokurov es imprescindible acercarse a su última película hasta la fecha. Francofonia (2015) es una película a cuatro bandas que se compone de la videollamada de Sokurov con un marinero de un trasatlántico que transporta obras del Louvre en mitad de una tormenta, la historia de Francia en el siglo XIX y principios del XX llegando hasta la Segunda Guerra Mundial, la historia de Franz vin Moff-Metternich y Jacques Jaujard, personajes reales que tuvieron un papel importantísimo en esas fechas para con el destino del Louvre; y la propia banda de sonido que aparece al lado izquierdo de la pantalla en según qué ocasiones. Esta banda sonora se sitúa al nivel cinematográfico de lo que sería “la voz de la Historia de Francia” y presenta al sonido de esta como materia palpable y visible. Física.
Por otro lado, se muestra la fascinación de Sokurov —como de la mayoría de cineastas rusos— por los sonidos naturales, quizá sin ese silencio contemplativo del que hacían gala sus films desde Elegía desde Rusia (Elegiya iz Rossii, 1992) hasta Madre e hijo (Mat i Syn, 1997) pero, sin duda, con la misma carga melancólica y dubitativa que estos proponían. La visión de Aleksandr Sokurov sobre el ser humano es la de un alma y un cuerpo ligados por el espíritu, pero separados por el mundo tangible. Así crea una serie de mundos traslúcidos, intermedios, entre lo real de una vigilia terrena y lo metafísico de un sueño vívido. Descomponiendo su puesta en escena entre el sonido-alma y la imagen-cuerpo. Los silencios acompañan a la imagen cuando el sonido se queda corto y es ahí donde surge otro de los elementos que definen su obra. La irradiación producida por una imagen aparentemente simple que conduce hacia un tipo de trascendencia tan pleno como enigmático: el gesto.
Gesto y eternidad. Las manos como imágenes de ligación
Es completamente inútil intentar hacer distinciones entre el documental y la ficción en el cine de Sokurov a partir de los ochenta y más aún en el siglo XXI. La línea que separa estos dos tipos de films es muy delgada y puede cruzarse de muchas maneras. Hay infinidad de ejemplos recientes que resultan inclasificables en un lado u otro, pero el caso de Sokurov es especial debido a que privilegia la memoria, no individual ni colectiva (al menos no en primer término), sino la memoria ontológica, espiritual… cósmica, a todo lo demás, sea ficticio o real. Su ideario rescata los motivos visuales y sonoros de un haber casi infinito —si tenemos en cuenta el arte y las vivencias de las personas que a Sokurov interesan—, que hacen de su cine una elegía, un anhelo y, sobre todo, una experiencia vital.
Elegía de un viaje, la primera película que realiza en este siglo y que sigue el camino de otros títulos como Elegía oriental (Vostochnaya elegiya, 1996), Hubert Robert: Una vida afortunada (Robert. Schastlivaya zhizn, 1996) o Voces espirituales (de la que incluye algunas imágenes) nos presenta, en el primero de sus planos, esa unión entre lo terrenal y lo celestial. El cosmos visto a través de la figura de un árbol lleno de frutos que “ondula” como si estuviera sumergido en el agua. “Un árbol en otoño que ha perdido sus hojas pero que aún tiene frutos para que coman los pájaros”, según se dice al principio de la película. Trazando una unión entre este árbol y el del Génesis, Sokurov nos habla de un comienzo. Del comienzo de su viaje a Europa como ciudadano ruso que surge de su experiencia de viaje a Japón, pero también del de su profunda inquietud espiritual. A partir de aquí su “viaje múltiple” estará plagado de preguntas sin respuesta, de imágenes contradictorias y encuentros variopintos. Al final, en los últimos veinte minutos de los cuarenta y siete que dura el film, nos adentraremos con él en el museo Boijmans van Beu-ningen, en Rotterdam, donde el cineasta realizará un recorrido nocturno por diversos cuadros hasta llegar a uno en particular: Plaza de Santa María e iglesia de Santa María en Utrecht, pintado por Peter Saenredam en 1662, donde el misterio y el viaje espiritual y también físico devendrán gesto. Sokurov colocará su mano por encima de la pintura, sin tocarla, para “resucitar” la obra, para hacer ver su verdadera naturaleza ahora que él la está (ad)mirando.
Hay un viaje en el tiempo y en la forma de la propia obra de arte que, extirpada al exterior y hecha imagen cinematográfica al contacto con la figura del hombre que la observa, se transforma dando lugar a una imagen diferente. Un gesto armoniosamente filmado y conceptualmente rico.
Por mucho que Sokurov cree imágenes a través de sonidos —como Béla Tarr, Theodoros Angelopoulos o Scott Barley—, el cine es un arte principalmente visual. La imagen es el elemento principal por el que nos podemos sentir atraídos al acercarnos a una película. La imagen en el cine de Sokurov es una simbiosis entre el aplanamiento y estiramiento plástico y la alteración de la superficie por medio de filtros como cristales que difuminan o alteran la imagen. A diferencia de Robert Bresson, quién “aplanaba la imagen sin atenuarla”, Sokurov priva (en la medida en que el propio cine se lo permite) de perspectiva sus imágenes convirtiéndolas en bidimensionales, sosteniendo que “no se debe crear ninguna ilusión en el espectador puesto que la pantalla en la que se proyecta la película tiene solo dos dimensiones”. Renunciando a expresar la profundidad y el volumen e intentando hacer del cine “el arte de lo plano”.
Si analizamos cuatro de sus films que hablan de la muerte como el sendero que se recorre durante la vida (de diversas formas), como son El segundo círculo (Krug vtoroy, 1990), La piedra (Kamen, 1992), Páginas ocultas y Madre e hijo, veremos que la imagen “aplastada” choca con la profundidad de los temas que se abordan. En estas películas predomina la asociación entre la dimensionalidad carente de perspectiva y el profundo sentimiento que emana de cada toma. De esa búsqueda espiritual mediante la imagen nace también el gesto y concretamente el gesto de las manos; auténticos canales que indican el estado interior de los personajes en determinados momentos cruciales. En Madre e hijo, quizá la película que mejor exprese el sentimiento elegíaco mediante la imagen y el sonido —con esos pasos que se oyen cuando nadie camina, con el sonido de un mar ajeno a cualquier escena excepto a una; los planos de las montañas deliberadamente inclinados y estirados así como la incógnita de saber en qué estación del año nos encontramos…—, se da una especie de milagro visual en el penúltimo de los planos, donde tiene lugar una triple vertiente pictórica. La mano de la madre, el cuello de su hijo apoyado en ella y una mariposa posada en su dedo pueden compararse a la belleza misteriosa que encierra cualquier icono bizantino por su carácter “eterno” a la vez que “simple”, al romanticismo por el uso entre neblinoso y vivificante del color y al clasicismo por su posición que tiende a la trascendencia. Esta imagen es quizá la que recoge todas las imágenes que alguna vez han existido por el hecho de ser la que a todos nos falta: la de nuestra propia muerte. Sokurov consigue hacer trascender el momento en que la madre de Madre e hijo deja de vivir, llegando a hacer de una imagen íntima una verdad universal.
Las manos en Sokurov son el gesto en sí mismas. Las que, mediante el lenguaje no verbal, unen lo que está lejos históricamente con lo que está cerca artísticamente —la mano de Sokurov en Francofonia, uniéndose con la de una estatua del Louvre en perfecta armonía humano-arte o la mano de Rostropovich tocando el chelo en Elegía de una vida…—, las que suponen el punto de partida para indagar en la propia psique de los personajes y en la belleza de la imagen —la posición nerviosa de las manos de Hiro-Hito en Sol (Solntse, 2005), justo antes de capitular; o la mano de Lenin intentando multiplicar diecisiete por veintidós y demostrando su desgaste mental en Taurus…— y las que exploran la relación con la muerte y la esencia más allá de lo físico —las manos de la anciana kurda sosteniendo un polluelo que se muere en We Need Happiness, las manos de los soldados que ayudan a Aleksandra a bajar del tren o a subir al tanque en Aleksandra (2007) o las manos de Fausto, Mefistófeles y Werner acariciando un cadáver, unas monedas y un homúnculo respectivamente en Fausto (2011)—.
El gesto también invita a pensar sobre el anhelo y la memoria, ejes centrales del cine de Sokurov además de la pequeñez del ser humano frente a la inmensidad del universo. En su trilogía del poder (después convertida en tetralogía añadiendo Fausto a Moloch, Taurus y Sol), Sokurov confirma su habilidad para reducir a “personas” a los grandes líderes políticos del siglo XX. Dotándolos de debilidad mental y física y de una asombrosa delicadeza, los convierte en poco más que ancianos seniles que una vez dominaron el mundo. La locura creciente en Hitler mezclada con su excentricismo en Moloch, la paralización del lado derecho del cuerpo de Lenin en Taurus y la mandíbula y los labios temblorosos de Hiro.Hito en Sol responden a un cambio de estatus representado por rasgos físicos de decadencia, de caída.
Epifanía y trascendencia. Rostro y paisaje
Aunque ningún elemento formal o de pensamiento parece unir a Bresson con Sokurov, salvo la “bidimensionalidad” y la potencia del gesto—sin obviar que ambos trabajan por motivos, fines y con técnicas distintas—, existe una frase en las Notas sobre el cinematógrafo que se aplica al arte del ruso de manera palmaria: “No hay que buscar, hay que esperar”. Una frase que se asemeja enormemente a la que el propio Sokurov dice en We Need Happiness, la película que codirigió con Alexei Jankowski: “No puedes crear caminos, simplemente los coges”.
Sokurov es un cineasta de la contemplación, de la espera. Ya desde sus primeros largometrajes como La voz solitaria del hombre (Odinokiy golos cheloveka, 1987) o Dolorosa indiferencia (Skorbnoye beschuvstviye, 1987) hasta Francofonia, algunos de sus momentos más brillantes han nacido de la sintonía entre el momento, el espacio y el enfoque. Una revelación visual, podría decirse. En el siglo XXI, Sokurov ha hecho doce películas que contienen verdaderas epifanías en el contexto no estrictamente religioso, sino refiriéndose a apariciones o manifestaciones de la forma que suponen un acercamiento a un plano superior. Estas epifanías corresponden tanto al terreno diegético como al extradiegético (que depende de la actitud del espectador, está claro) y suelen reconducir el film hacia una nueva vía o un momento decisivo —en Elegía de un viaje sería la escena ya mencionada del cuadro de Saenredam, por ejemplo—. Tras un viaje por la memoria rusa a través de su arte y de su historia, en El arca rusa, la cámara flotante de Sokurov “escapa” de entre el gentío que se dirige a la salida para colarse por una puerta y enfocar más allá de los muros del Hermitage. La imagen de un mar en calma, cuyas olas permanecen como bancos de niebla inmóviles entre el agua y el cielo, dibujando un paisaje extremadamente pictórico en contraposición a la estética realista del resto de la cinta, surge como la representación de la Eternidad. El Tiempo detenido, el Tiempo inexistente en un plano, consecuencia de una secuencia larguísima —toda la película se filmó en un único travelling— que ha recorrido los senderos de la Historia para acabar demostrando lo imposible: que toda la Historia misma, toda la Memoria y todo lo que dentro de ese arca ha sucedido —es decir, Todo— es algo menos que una mota de polvo en el espacio infinito, un barco a la deriva en un mar tempestuoso pero “congelado” en su eterna imagen. Una escena tan maravillosa como misteriosa que nos retrotrae inevitablemente al plano del mar en Madre e hijo, igual en esencia, pero distinto en aspiración, ya que ahora el “barco” no se asocia al hijo de la película de 1997, sino el mundo entero.
Algo similar al final de El arca rusa sucede también al final de Padre e hijo. La escena que sucede al sueño nocturno de los protagonistas, que teje una vez más ese mundo intermedio entre lo real y lo soñado, con una nevada imposible desde un punto de vista realista —toda la película sucede en una época calurosa— que funciona como una visión entre el pasado, el presente y el futuro de la relación del padre con su hijo. Una imagen final que, apesadumbrada y jovial a partes iguales, responde a ese concepto de imagen-eternidad y momento final efímero que tenía el plano de El arca rusa. De nuevo, un paisaje que trasciende una lectura cartesiana invitando a ir más allá de su propia materialidad.
Para Sokurov los paisajes poseen una tremenda capacidad evocativa y, si tenemos en cuanta que el arte es estrictamente necesario para crearlos —el paisaje no es tal hasta que se delimita, ya sea mediante la pintura, la fotografía o el cine—, podemos afirmar que son también una manifestación personal, una imagen que deriva del punto de vista de una persona concreta a la hora de observar lo mismo que otra. Sokurov es un cineasta que se ha inspirado en el arte romántico —el de Caspar David Friedrich en concreto— para hacer films como Madre e hijo o Fausto. Y de esta inspiración nace su afán por privilegiar el régimen pictórico sobre la imagen-movimiento e incluso la imagen-tiempo convencionales (según establece Jeremi Szaniawski aludiendo a Gilles Deleuze)1 que lo conduce a crear secuencias íntimamente relacionadas con la pintura y también con la fuerza que ésta desprende. En Fausto, por ejemplo, la puesta en escena responde a una mirada alejada de un raccord convencional y de un montaje narrativo literal como sí hacía, por ejemplo, la obra homónima de Murnau. Los planos de Fausto carecen de sentido lógico, si atendemos a las formas convencionales de montaje o puesta en escena y también a las propias de las vanguardias europeas. Su montaje se basa en la pulsión espiritual de cada personaje y cada paisaje, teniendo en cuenta que la obra versa sobre la naturaleza terrena del Bien y del Mal y la condición humana a partir de la conocida apuesta entre el Cielo y el Infierno. En Fausto, todo lo que sabemos de Dios es que tiene una Iglesia en la Tierra, en la cual hasta el mismo demonio puede entrar sin ningún temor, con total impunidad e incluso manifestando su impúdica conducta… El Fausto de Sokurov no se preocupa tanto de los asuntos elevados, sino que llega a ellos de una forma mucho más interesante: trasladando la poética de Goethe al territorio de la carne, de la corrupción y del tráfico de almas que, mediante una forma tan obtusa como intrigante y libre puede ofrecer el plano de un sexo masculino (muerto) en el origen de todo y el de un sexo femenino (vivo) como final y entrada al mismísimo Infierno.
Con Fausto, Sokurov experimenta con nuevos tipos de elementos en su cine, sin despreciar los anteriores pues, como él dice, cree en la evolución y no en la revolución en el arte. Sus paisajes de la memoria se transforman en iconos de lo malvado, pero también de lo bello. Paisajes que muchas veces son rostros humanos, enfocados de cerca, iluminados u oscurecidos, llenos de esa esencia tan característica de Sokurov que esconde una mirada determinada. Cuando Fausto vende su alma para conseguir el amor de Margarita, hay una secuencia, allá por el final del tercer acto, que rompe con la dinámica de la película y se convierte en uno de los mayores ejemplos de la epifanía de la que hablábamos. La imagen del rostro de Margarita, propio de una figura angelical bañada por una luz celestial que resalta cada facción y dota a sus ojos de la potencia de una diosa, como si de la criatura más bella jamás creada se tratase, va tornándose mueca de desprecio hasta llegar a convertirse en el paradigma del Mal. Margarita, mediante la expresión de su rostro y la maestría de Sokurov con la cámara —que se mueve en respuesta a la poética de la propia imagen, a la necesidad de esta por mirar(nos), como diría Georges Didi-Huberman—, pasa de inocente a altiva, a burlona, a condescendiente y, finalmente, a soberbia en un ejercicio pictórico-temporal-cinemático guiado por el silencio y el poder de la mirada.
Tiempo(s) y espacio(s)…
La primera parte de Voces espirituales, documental de más de cinco horas sobre el día a día de los soldados rusos en Tayikistán, es la unión entre la imagen y el sonido primordiales. La palabra, emitida por Sokurov, el sonido que produce un fuego al crepitar en un determinado momento y la música de Mozart hacen vibrar literalmente al paisaje que se muestra en un plano fijo de más de treinta minutos, contraponiendo la vanguardia al clasicismo en un ejercicio impresionante de contención, quietud y dinamismo. Oposición terminológica que se hace posible al combinar distintas imágenes del paisaje que cambian sin que nos demos cuenta. La contemplación conlleva al cambio perpetuo de la mirada y también a la evolución progresiva del tiempo que hemos dedicado a la misma. Sería interesante hacer una comparación entre este plano fijo y el travelling que compone la totalidad de El arca rusa pues ambos conducen al mismo destino partiendo de la idea de hacer “notar” el paso del tiempo mediante la escultura del espacio.
En El arca rusa se traza una línea sinuosa e inquebrantable a lo largo de la Historia del país pasando por varios siglos pero que se encuentra entre la llegada de unos nobles al Palacio de Invierno y su salida del mismo, al final de la cinta, como preludio del asalto bolchevique que tendrá lugar justo después, cuando la historia del film ya ha terminado. Sokurov hace del museo Hermitage su arca de Noé a modo de vehículo de salones infinitos entre los que no hay una pareja de cada animal sino las obras de arte que esconden en sus lienzos los trazos de la memoria. El tiempo cronológico se mantiene inquebrantable pues un único plano (el travelling más largo filmado hasta la fecha), generando, mediante un virtuosismo apabullante, un contrapunto entre ese tiempo real de filmación y el tiempo cambiante, inestable y completamente líquido del que hace gala el concepto de la obra. En un único plano y mediante la apertura de unas cuantas puertas podemos ir desde el siglo XX hasta el XVIII, o el XIX, a la corte del zar Nicolás II y así ser testigos directos de los acontecimientos históricos más importantes al tiempo que no podemos cambiar nada.
Así pues, en El arca rusa se crea un viaje fantasmal por la Historia de la mano de un guía invisible (una vez más, el propio Sokurov) y un testigo que representa a Europa y que, por supuesto, es francés. Algo similar sucede también en Leyendo el libro del Bloqueo (Chitaem ‘Blokadnuyu knigu’, 2009), un documental en el que actores rusos y personas corrientes leen páginas escogidas del libro del bloqueo de Alexander Adamovich y Daniil Granin sobre el asedio de Leningrado. En la película, Sokurov trata la memoria histórica rusa de forma que crea un mosaico polifacético en el que los rostros de los lectores se ven tan inmersos en la lectura que parece que viajen al pasado, al momento sobre el que leen llegando incluso a emocionarse o conmoverse inevitablemente. Otra forma en la que se trata el rostro y que recuerda a la secuencia de Elegía soviética.
La obra de Sokurov aúna diferentes tipos de temporalidad para estar en constante cambio. La duración de los planos: el más corto de menos de un segundo hasta el más largo de más de una hora son diferentes formas de “medir” la intensidad de la imagen al igual que la duración de sus films, que van desde los quince minutos hasta las cinco horas y media. También se hace un ejercicio de memoria a tres bandas: histórica, personal y espiritual. La primera la trataremos a continuación, mientras que la tercera es la que se ha descrito más arriba. La segunda forma de ejercicio memorístico alude, no a los viajes ni a las influencias en la vida del director, sino a su bagaje cinematográfico que se “cuela” entre las imágenes de sus posteriores películas. Fragmentos de La piedra y de La voz solitaria del hombre en Diálogos con Solzhenitsyn (Uzel, 1999) y planos de esta en Elegía de una vida; escenas de María (Mariya, 1988) en We Need Happiness y planos de Voces espirituales y Elegía oriental en Elegía de un viaje.
El Tiempo en el cine de Sokurov nace a través del tratamiento que se da a los espacios, dejando a un lado la duración de los planos (tan variada como impredecible) y la típica relación entre este y la historia que se quiere contar. Al igual que Béla Tarr, Sokurov es un cineasta al que le importa bien poco contar historias pero que se desvive por mostrar la vida de determinados personajes o personas —Andrei Tarkovski en Elegía de Moscú (Moskovskaya elegiya, 1987), Feodor Chaliapin en Elegía (Elegiya, 1988), María Voinova en María, Boris Yeltsin en Elegía soviética, Vytautas Landsbergis en Elegía simple (Prostaya elegiya, 1990), Umenu Mazujesi en Una vida humilde o Aleksandr Solzhenitsyn en Diálogos con Solzhenitsyn— La teoría espacio-temporal que expone en su referenciada “trilogía de la muerte y de la nada” —compuesta por El segundo círculo, La piedra y Páginas ocultas— es el ejemplo perfecto para observar el alargamiento narrativamente innecesario pero profundamente esencial de casi todos los planos, que subvierten la idea literaria-americana-clásica que dicta que hay que “ir al grano” basándose en la historia que figura en el guion y no tanto en las imágenes.
El ejemplo más drástico de film no-narrativo al que Sokurov ha dado a luz recientemente sería, sin duda alguna, Francofonia. De alguna manera, en este entramado metacinematográfico, histórico y documental —imágenes legítimas se mezclan con material encontrado de la Segunda Guerra Mundial— se encuentra una de las mayores expresiones de arte audiovisual de los últimos tiempos, ya que, desechando cualquier ápice de convencionalismo narrativo y rompiendo con las directrices, no solo del cine ruso contemporáneo, sino con las suyas propias, Sokurov consigue hacer del film una idea. Idea que se manifiesta en el tramo final del film cuando se “extrae” a Jaujard y a Metternich de su tiempo histórico para situarlos en una habitación y ponerlos frente a su “creador” que a la vez es una persona posterior a su propia existencia. Sokurov, el cineasta y el fantasma de la Historia, les cuenta lo que les va a pasar tras la guerra a modo, no de premonición, sino de tajante monólogo que rompe la estructura misma del espacio y del tiempo al ser una representación de lo acaecido antes de que suceda. Unos hechos que no han sucedido en un marco temporal determinado, pero sí en otro y que se cuentan a las personas que viven y no viven en ambos, respectivamente. Lo que exploró en menor medida en El arca rusa resurge aquí como redondeo absoluto a una trabajada concepción de la materia y lo etéreo, de la imagen y del sonido, del tiempo y el espacio que cimientan un lenguaje exclusivamente cinematográfico. El museo, no como edificio-recipiente-de-la-memoria sino como auténtico espacio de choque histórico y motor de un lenguaje formalmente descontextualizado y atemporal. Mediante películas como esta, el arte de Sokurov nos recuerda, más que ningún otro, que el Cine es todavía muy joven.
1. The Cinema of Aleksandr Sokurov: Figures of Paradox de Jeremi Szaniawski; 2013.
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