AKI KAURISMÄKI Y EL CINE EN LAS GRIETAS DEL TRABAJO
Cuando terminas de ver una película de Kaurismäki y alguien te pregunta de qué iba, siempre te invade una sensación extraña mientras dices algo así como “hay un tipo al que echan del trabajo y las cosas cada vez le van un poco peor” o “una mujer trabaja en una fábrica y parece que se enamora un poco pero al final, nada”. Vaya, que si no quieres caer en peroratas pretenciosas sobre la incomunicación, sobre el valor de los gestos mínimos o de los planos que sobrepasan lo visible, los planteamientos se antojan de lo más anodino. Cualquiera diría que para escuchar estas historias prefiere hacerlo en un café. Y es que pocas cosas hay más arriesgadas que hacer buen cine sobre el trabajo, y pocos han aceptado tal desafío con tanta honestidad y coherencia como Aki Kaurismäki.
Uno de los grandes obstáculos formales a la hora de filmar el trabajo –más allá de las evasiones ideológicas- quizá sea el desajuste que hay entre la temporalidad laboral y la temporalidad cinematográfica. Kaurismäki no tiene ningún reparo en enfrentarse a este desajuste de un modo muy calculado, como si cada toma se midiese contraponiendo el tedio que transmite trabajo y la voluntad de contar una historia sugerente. Con frecuencia, sus películas comienzan con una escena larga del espacio de trabajo. Unas máquinas horrorosas desmenuzando troncos de madera (La chica de la fábrica de cerillas, 1990), unos pasillos que nos trasladan a oscuras oficinas repletas de carpetas y papeles (Contraté un asesino a sueldo, 1990), los mineros saliendo por última vez de una mina justo antes de hacerla explotar por decisión patronal (Ariel, 1988), los conductores que apuran su último cigarro antes de salir a recoger la basura de Helsinki (Sombras en el paraíso, 1986), un guardián de noche haciendo una revisión por un grotesco centro comercial al ritmo de un tango de Gardel (Luces en el atardecer,2006), el antiguo escritor y bohemio parisino esperando en la estación de tren de un pueblo portuario francés para limpiarle los zapatos a los transeúntes (Le Havre, 2011)… Kaurismäki va de frente y explica las cosas por orden.
Luego el escenario laboral puede desaparecer por completo de la trama. En realidad, un leitmotiv de sus películas es la pérdida del empleo del protagonista, ya sea por el cierre de la empresa, por una mala jugada del destino o por las pequeñas miserias propias de la gestión empresarial. Y ahí reside parte de la grandeza de Kaurismäki: convierte el trabajo en el centro de su cine sin necesidad de que aparezca. Hace de su cine la presencia de una ausencia. Te muestro el trabajo, sabes que es el detonante del resto de imágenes que ves y, después, te traslado a situaciones esperpénticas que no pueden estar más lejos del escenario laboral: a los bares más descolgados del mundo, a conciertos inverosímiles o a puestas de sol en extrarradios. Algunas de esas películas sobre despidos avanzan como una odisea en busca de otro empleo, así es en Nubes pasajeras (1996) o en Ariel (1988) pero, en otras, ni siquiera vuelve a ser la principal preocupación de los personajes. En Contraté a un asesino a sueldo (1990), un histriónico Jean-Pierre Léaud, decide acabar con su vida al perder su cargo de burócrata por ser extranjero. Falto de coraje para suicidarse, contrata a un sicario medio tísico para que lo liquide. Decisión de la que va a arrepentirse al conocer a una bendición que se dedica a vender rosas en pubs de mala muerte. La película se convierte en una persecución absurda que no tiene desperdicio.
Aunque el director finés probablemente jamás lo confiese, sus personajes se embarcan en búsquedas de la felicidad, o al menos del alivio, que en ningún instante dejan de ser proletarias, de anclarse en una realidad social atenazada por el trabajo. Esta tensión, que permite reconciliar las dos mencionadas temporalidades, transpira en la maravillosa habilidad de Kaurismäki para capturar esos momentos dentro del trabajo que cobran una cadencia distinta de la monotonía lúgubre del deber, ese deber tramposo, criminal diría Kaurismäki, del orden capitalista. La historia de amor de Sombras en el paraíso (1986), su primera gran película, nos ofrece un par de escenas que recogen perfectamente esas fisuras en el tiempo del trabajo propias del cine de Kaurismäki. La primera vez que hablan los dos protagonistas, él, un basurero (Matt Pellonpää), se dispone a comprar en el supermercado cuando la cajera (Kati Outinen) se da cuenta de que el tipo está sangrando a chorros de una herida en la mano. Así que lo lleva a la trastienda para limpiarle la herida y ponerle una tirita al tiempo que aprovecha para saborear un pitillo -¿cuántos cigarros se pueden llegar a fumar en 76 minutos de metraje?- y en ese breve lapso de intimidad en horario laboral, el espectador percibe la conexión surgida entre los personajes. Más adelante, Kati Outinen se muda a la casa de Matt Pellonpää sin previo aviso tras una serie de sucesos desafortunados. Él le deja unas sábanas y se marcha, tiene que ir al trabajo. Durante la recogida de basuras, en un descanso para encenderse un cigarrillo con su compañero (al que había conocido en un calabozo tras una noche movida), Matt Pellonpää le explica que la chica que le gusta está ahora mismo en su casa mientras él recoge la basura de Helsinki. A lo que su compañero le responde algo así como: “¿Y qué demonios estás haciendo aquí? Márchate pitando para casa y ya me encargo hoy de esto”. Y eso mismo es lo que hace. En Kaurismäki, como en ningún otro autor, la cámara atrapa las brechas y los deliciosos escaqueos por donde se desliza el deseo de la gente trabajadora.
Hace un par de años Kaurismäki visitó la Filmoteca de Catalunya. Aunque no pude asistir, algunos conocidos me contaron varios momentos curiosos del encuentro. Por lo que parece, llegó sospechosamente animado y se pasó el rato preguntando si se podía encender un pitillo. Después, en el turno de preguntas, un par de mujeres aprovecharon para contarle al director que les encantaría tener un hijo con él. Al final, tras algunas disquisiciones confusas sobre el fin del cine, empezó a preguntar al público si conocían al guionista de una película americana de los años 40, ofreciendo una cerveza a quien acertase. Nadie atinó. Esta anécdota recoge perfectamente el espíritu de Kaurismäki: “aquí estoy, cumpliendo mi obligación, pero ¡cómo me gustaría estar haciendo otra cosa!” El anhelo es el último resquicio de la clase trabajadora y el humor la herramienta para expresarlo sin traicionarla. Ojalá el cine no lo olvidase tan a menudo.