7 RAZONES PARA VER CINE MALO
El desastre como acto de amor
No es precisamente habitual que la crítica dedique demasiado tiempo a hablar de cine que considera malo. Por tanto, no sería raro que muchos os hayáis preguntado por qué demonios le dedicamos el especial de agosto a algo tan, a priori, poco interesante y difícil de clasificar como “el cine malo”. Las razones son múltiples y variadas, pero antes de pasar a ellas me parece inevitable afrontar lo más complicado del asunto, definir con un mínimo de exactitud a qué nos referimos con “cine malo”.
Cada crítico es un mundo, pero en mi caso, lo habitual es que evite utilizar el adjetivo “malo” para referirme a una película en un texto. Por un lado, porque soy consciente de que es una palabra particularmente destructiva que tiende a anular una obra sin aportar nada, y no me gusta el concepto del crítico como prescriptor cultural. Por otro, porque incluso la película más cutre (o a veces particularmente la película más cutre) supone un enorme sacrificio y esfuerzo para su equipo. Cuesta mucho hacer cine, y no hablo solo de dinero, para despacharlo con una dentellada tan rotunda. Sin embargo, sería ridículo negar que a veces vemos películas que consideramos fallidas, inanes o ridículas. Ocurre con bastante frecuencia.
Pero esos casos también tienen multitud de matices. Una película fallida puede tener muchos aspectos interesantes o algún momento notable dentro de un conjunto que flaquea y acaba por hacer sombra a sus logros (estas son las que más duelen). También nos podemos encontrar con cine directamente maligno, que puede tener una narrativa exquisita, o al menos eficiente, pero usarla para construir un todo que nos repugne moral o ideológicamente. Valdría como ejemplo de esta categoría La pasión de Cristo (2004), en la que Mel Gibson dejaba claro que controlaba plenamente su narrativa y la usaba sin ningún tipo de pudor para construir el más visceral de los discursos de odio. Luego están los films mediocres, esos en los que todo parece estar en su sitio, hechos con evidente profesionalidad pero sin ningún tipo de pasión o valor intelectual. De estas se forma el grueso de la historia del cine. Y, por último, está el cine malo, la catástrofe cinematográfica, que en realidad es una rareza.
El cine malo es aquel en el que nada parece haber salido como se pretendía y del que no ha surgido nada coherente en su lugar. Lo normal sería evitar hacer presunciones sobre las intenciones del director y su equipo, porque ninguno tenemos habilidades extrasensoriales, pero hay algunas películas hechas con tan enorme torpeza que sus metas resultan tan evidentes como su incapacidad para alcanzarlas. Sirva como ejemplo Campo de batalla: la Tierra (Roger Christian, 2000). Desde el primer minuto queda claro que sus referentes son clásicos de la ciencia ficción y la space opera de los 70, como El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968) y La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977), con su mundo futurista asolado por un invasor de otro planeta y su remedo de Luke Skywalker que lidera la resistencia. Lo evidente que resultan esos referentes no hace más que enfatizar el desastre de una película llena de extrañas decisiones de puesta en escena, plagada de actores que no querían estar allí y con un guion con tantos agujeros, inconsistencias y sinsentidos que cuesta creer que alguien lo leyese antes de aprobarlo. Sin embargo, es precisamente esa inconsciencia, similar a la que mostraría un bailarín sin ritmo que sin embargo no tiene reparos en darlo todo en la pista de baile, sumada a la pasión que se intuye por parte del equipo (particularmente John Travolta, que saca partido a todos sus histrionismos para convertirse en villano), la que hace de la película un visionado fascinante.
Comparemos una película así con otra que, en teoría, no debería funcionar y sin embargo lo hace, o sea, que consigue sacar un conjunto coherente. Es sabido que Phantasma (1979), la película de terror de Don Coscarelli, tenía un montaje original que rondaba las tres horas. Cuando las reacciones de los primeros espectadores no fueron las esperadas, Coscarelli comprendió que se había equivocado y remontó salvajemente la película, dejándola en menos de hora y media. Lo normal sería que una narración no pudiera sobrevivir a un remontaje semejante, o al menos se resintiese gravemente, como demuestran El cuarto mandamiento, Acantilado rojo en su versión europea o El reino de los cielos. Sin embargo, las abundantes elipsis y la arritmia argumental dotan a Phantasma de una atmósfera onírica e inquietante por inconexa y surreal. Nunca sabremos si esa era la intención de Coscarelli, y en realidad no importa. Una vez la película nos pertenece a los espectadores, solo importa lo que consigue. Phantasma coge un fracaso y lo convierte en un triunfo. Campo de batalla: la Tierra sube hasta lo más alto de la colina y corea, voz en grito y orgullosa, su derrota como si fuera la mayor de las victorias. Eso es una película mala, la que no parece ser consciente de nada de lo que ocurre a su alrededor. Tim Burton lo entendió muy bien en Ed Wood (1994) cuando retrató con tanto cariño la tozuda incapacidad de Wood para ver el horror que había creado. Su película es horrorosa, sí, pero él la ama con tanta intensidad que es imposible no empatizar de alguna forma. Y con esa idea podemos empezar a enumerar las razones por las que conviene ver cine malo.
- Porque son actos de amor
Toda película mala ha partido de un mal guion. No solo malo, de hecho, probablemente espantoso para cualquiera que lo hubiera leído. Por tanto, para que una película mala exista hacen falta uno de dos factores (o ambos): ignorancia o pasión. La ignorancia, por si sola, raras veces es suficiente. Cualquier film que llegue a rodarse y a estrenarse ha tenido, con un 99% de seguridad, a algún profesional en su equipo capaz de decir “Oye, esto es muy malo”. La única forma de seguir adelante es si hay alguien enfrente (y preferiblemente al mando) que responda “Estás loco, va a ser una obra maestra, ya verás”. Una y otra vez, hasta que la película salga adelante en todo su horror. Esto empareja a las malas película con las grandes obras maestras, que son siempre actos de amor, y hace que sea muy difícil descartarlas sin más. Sí, es verdad, son actos de amor ciegos, retorcidos y enfermizos, pero eso no hace más que volverlas aún más fascinantes.
- Porque no tienen vergüenza
Una de las razones principales por las que nos reímos con una comedia tiene que ver con la vergüenza. Al ver a los personajes en situaciones comprometidas o embarazosas y empatizar con ellos, sentimos una vergüenza similar a la que ellos sienten. La distancia nos permite canalizar esa vergüenza en risa. El cine malo ofrece esa posibilidad por una doble vía. Por un lado, de la misma forma que no siempre podemos contener la risa cuando alguien a nuestro alrededor se tropieza, el desastre puede resultar hilarante. Por otro, ese desastre proviene del trabajo de un equipo que, al menos en parte, trabajó con la convicción de estar haciendo algo valioso. Esa convicción, enfrentada con el resultado que tenemos en pantalla, genera vergüenza, y de ahí a la risa hay un paso. Una película como Capitán Trueno y el Santo Grial (Antonio Hernández, 2011) resulta una excelente comedia involuntaria no solo por los desatinos que muestra a nivel de guion y puesta en escena sino también por la confianza con la que se nos presentan esos desatinos. Por esa razón, un chiste tan grueso e inexplicable como el de Batman sacando una bat-tarjeta de crédito para pagar en Batman y Robin (Joel Schumacher, 1997) genera sinceras (o incómodas) carcajadas.
- Porque nada es tan malo que no sirva de mal ejemplo
Ver cine y analizar cine es una de las mejores formas de aprender a contar una historia. Lo normal es que, si uno quiere aprender a narrar, busque aprender de los mejores, de aquellas películas que han generado escuela o han dejado una huella profunda. Pero ese aprendizaje siempre se quedará cojo si no se complementa con el trabajo de aquellos que han fracasado en el intento. De hecho, es posible que no haya mejor ejercicio para aprender a narrar que coger una película como El cascanueces (Andrei Konchalovsky, 2009) y preguntarse, sin prejuicios y de forma realmente analítica, qué buscaba conseguir y cómo ha terminado tan lejos de su objetivo. Quién sabe, es posible que incluso descubramos entre el desastre cosas realmente valiosas que un primer vistazo nos había negado. E, igual que nos valen para aprender sobre narrativa, el cine malo también tiene otros valores pedagógicos…
- Porque son la puerta para entender mejor la industria del cine
Salvo algunos casos insignes, como podrían ser los de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) o Fitzcarraldo (Werner Herzog, 1982), de las películas artísticamente exitosas solo suele trascender lo más positivo. La gente que ha participado en ellas está, generalmente, muy orgullosa y, en cuanto el tiempo tamiza los recuerdos negativos del proceso de creación (que siempre los hay), lo que queda es el pecho henchido de haber participado en tal o cual triunfo. Por el contrario, los grandes desastres son una fuente inagotable de quejas y confesiones que suponen un material espléndido a la hora de entender cómo funciona un rodaje y la industria del cine en general. Recordemos que el cine malo no es solo el que se hace en los márgenes de la industria con presupuestos ínfimos, sino que muchas veces se trata de grandes producciones que por infinidad de razones han descarrilado. Esa infinidad de razones ofrece infinidad de posibilidades, a poco que investiguemos, para comprender una industria que suele ofrecer, gracias al férreo control de los departamentos de marketing, una imagen favorecedora de si misma. Una imagen que difiere mucho de la que podemos encontrar a poco que nos acerquemos a documentales como Electric Boogaloo, la loca historia de la Cannon (Mark Hartley, 2014), Hard as Indie (Arturo M. Antolín, 2017) o Lost Soul (David Gregory, 2014). Y eso nos lleva a la siguiente razón…
- Porque los fracasos son dramáticamente más interesantes que las victorias
No hay drama (o comedia) sin fracaso. Por esa razón, la película mala resulta fascinante. Así lo entendieron Tim Burton y James Franco al dirigir Ed Wood y The Disaster Artist (2016). La tragicomedia que supone sentir la pasión de narrar y que todo se tuerza, incluida tu propia habilidad para ello, tiene un valor dramáticamente mil veces mayor que las historias detrás de los grandes éxitos, incluso de aquellos que han supuesto un mayor sacrificio. Sin duda, la experiencia de rodar Apocalypse Now debió ser enormemente traumática, pero ese trauma queda matizado por el resultado final. Dedicarle meses, si no años, de esfuerzo a preparar y rodar una película como La isla del doctor Moreau (John Frankenheimer, 1996) es una tragedia sin paliativos de la que solo la risa te puede librar.
- Porque son una ventana a la mente de sus creadores
Esta es otra de las razones que empareja a las obras maestras con las grandes catástrofes cinematográficas. Si ver una película de Hitchcock, Godard o Bergman supone adentrarse en la forma de ver el mundo de estos creadores (o en la imagen que estos buscaban proyectar de sí mismos), ver una película mala supone una inmersión aún mayor. En The Room (2003) los intentos de Tommy Wiseau por justificar su frustración romántica mediante un retrato femenino profundamente misógino, su risible didactismo conservador y la vergonzante egolatría que muestra, máscara evidente de una inseguridad galopante, se convierten en el mejor retrato del propio Wiseau que se pueda imaginar. Lo que diferencia a The Room de cualquier película de Hitchcock es que el director inglés tiene tal control sobre la narrativa que es capaz de editar la imagen que dicha película proyecta de él. Por el contrario, la incapacidad de Wiseau hace que el retrato carezca de cualquier filtro, lo que lo convierte en más profundo y detallado, aunque sea de forma involuntaria.
- Porque son una lección de humildad
Probablemente la razón más importante para ver cine malo, incluso para plantearnos la conveniencia de esa etiqueta. Estas películas nos recuerdan lo fácil que es equivocarse, la rápidamente que las cosas se pueden torcer. Podemos fingir tranquilidad desde la superioridad que da ridiculizar a los equipos de películas como Troll 2 (Claudio Fragasso, 1990) o Street Fighter: La última batalla (Steven E. de Souza, 1994), pero lo cierto es que hay grandes directores que cuentan con desastres en su filmografía. Peter Jackson y The Lovely Bones (2009); Akira Kurosawa y La más bella (1944); Michael Mann y El torreón (1983); Carlos Saura y El Dorado (1988). Son solo unos pocos ejemplos de los muchos traspiés firmados por nombres insignes. Podemos fingir que no existen para seguir deificando a esas figuras autorales o aprovechar esos ejemplos de flaqueza para justificar un ataque a la totalidad de la obra de un autor al que consideremos sobrevalorado, pero también es posible aceptar el fallo como una parte necesaria del trabajo de creación. Mirar al mundo valorando solo sus aciertos es una forma reduccionista y pobre de mirar, porque muchos de esos fracasos son el detonante de futuros triunfos.
Esas son las siete principales razones que justifican acercarnos a ese cine denostado y maltratado, ese del que siempre se dice “no pierdas el tiempo”. Sin duda habrá muchas más, porque el cine, malo o bueno, es inagotable, en buena medida porque depende del espectador que lo mira.
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