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ARTÍCULO SUBJETIVO CONTRA LA SUBJETIVIDAD

Autoría y mensaje (1)

La labor del crítico ha sido definida de mil maneras distintas. En mi opinión, un crítico de cine es alguien que da una opinión subjetiva sobre una película tratando de aportar argumentos objetivos. Es decir, dictaminar si una obra es “buena” o “mala” (que no es lo mismo que decir si nos ha “gustado” o no) indagando en sus aspectos técnicos y artísticos. Es una descripción bastante simplista y resumida pero, al fin y al cabo, cuando leemos una crítica de una película que no conocemos lo que queremos saber es si merece la pena verla o no. Y, si ya la hemos visto, buscamos en la visión del crítico aquellos detalles que se nos hayan podido escapar.

Para ello, es necesario aislarse de ciertos elementos que no deberían influir en la valoración. Uno de ellos es el hype, un término que se ha puesto muy de moda en los últimos años. La anticipación, la expectación o la primera oleada de comentarios (positivos o negativos) sobre una película pueden hacer que esa misma nos “decepcione” o nos “sorprenda”, manipulando nuestra opinión de manera externa. Cierto es que el contexto siempre es importante a la hora de tratar de comprender una obra, pero entendiendo como contexto la época, el país, la política, etc. Es decir, elementos más o menos objetivos, y no sensaciones ni premoniciones.

Otro causante de subjetividad en la prensa cinematográfica, quizá el mayor de todos, es el “aburrimiento”. Todo el mundo pone de ejemplo a Carlos Boyero como estandarte del “la peli es mala porque me he aburrido”, pero que levante la mano quién esté libre de pecado. Yo no, desde luego. El error está en que el aburrimiento no (siempre) depende de la obra, por lo que no es una razón que se pueda esgrimir en su contra. Puede deberse a la mala comprensión, a la falta de interés sobre el tema tratado o, simplemente, a infinidad de circunstancias que le hayan ocurrido al propio espectador antes o durante la proyección, como por ejemplo cansancio o estrés. Por supuesto también puede deberse a un trabajo deficiente del director, pero entonces habría que tratar de argumentarlo.

Además, la sinopsis, la temática o el género no deberían suponer ningún desnivel (a favor o en contra) a la hora de estimar una película. En nuestra cobertura del Festival de Sitges del año pasado jugamos a catalogar las películas más “indignantes” del certamen, y un servidor escribió sobre El habitante (Guillermo Amoedo, 2017) calificándola de “moralmente despreciable” por las decisiones de sus personajes. Es decir, establecía un paralelismo por el cual como los personajes son tontos y se daba un “mensaje” tonto, la película era tonta. Y no es así. El habitante no es una buena película, pero no por culpa de sus personajes ni de su mensaje, sino por la pobre puesta en escena, las planas interpretaciones y su poco trabajado guion, entre otras cosas, y esto es lo que tendría que haber desarrollado en su día. ¿Es “buena” Déjame salir (Jordan Peele, 2017) por ser una crítica al racismo? No, lo es por cómo se aprovechan los recursos cinematográficos para hacer esa denuncia. De igual manera, el comportamiento deplorable de sus protagonistas no quiere decir que La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971), Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), Teniente corrupto (Abel Ferrara, 1992) y Funny Games (Michael Haneke, 1997), por poner los primeros ejemplos que me han venido a la mente, no sean magníficas.

Pero entonces, ¿cómo reaccionar cuando es el autor, y no los personajes de ficción, el que tiene o ha tenido un comportamiento despreciable? Harvey Weinstein ha sido el primero de una reciente oleada de casos de abuso sexual y pederastia, pero el mundo del cine lleva conviviendo con esta lacra desde sus inicios. La primera mujer de Chaplin tenía 17 años en el momento de la ceremonia, y tras divorciarse de ella fue acusado de haber dejado embarazada a una joven de 16 (la prueba de paternidad dio negativo, pero fue condenado igualmente). Más conocido hoy en día es el caso de Roman Polanski, fugado de EEUU tras haber sido condenado por abusar de una niña de 13 años. Pero no son los únicos, varios “grandes” directores de la historia del cine han tenido comportamientos, cuanto menos, discutibles: Disney, Hitchcock, Godard, Bertolucci, Von Trier, Woody Allen… ¿Debemos repudiar sus obras por ser personas repudiables? Mi opinión es que no.

Las obras existen, y deben ser juzgadas independientemente de sus creadores. ¿Cambiaría nuestra valoración literaria, para bien o para mal, si conociéramos al autor del Cantar de mio Cid o El Lazarillo de Tormes? Quizá el debate sería más bien si el talento está por encima de la legalidad y de los derechos de los demás, y si personas condenadas deberían seguir teniendo libertad y apoyo financiero para seguir realizando películas. Sobre esto mi “no” es más rotundo. Pero enfatizando en la legalidad y los derechos de los demás. Si el límite lo ponemos en ideales, simpatías o rumorología, entramos directamente en el terreno de la censura. El linchamiento mediático a Fatty Arbuckle a principios de los años 20 es un buen ejemplo de la capacidad de los medios para manipular y crear corrientes de opinión, pero no hace falta irse a casos tan exagerados, ni tan alejados en el tiempo, para evidenciar patrones de rechazo de la industria o el público.

Si mezclamos temas tan serios como los denunciados por los movimientos #MeToo y #TimesUp con tonterías del estilo de “es que me cae mal”, “es que no piensa como yo”, o “es que se ríen de cosas que no tienen ninguna gracia”, poco favor les hacemos a las víctimas de delitos y abusos. Y si, como críticos, utilizamos esos prejuicios en nuestro trabajo, nuestro error es aún mayor. El test de Bechdel denuncia la brecha de género de manera analítica, pero no deja de ser un dato que no afecta a la calidad cinematográfica. Así mismo, quejarse del whitewashing de Ghost in the Shell (Rupert Sanders, 2017) es tan absurdo como ofenderse ante La vida de Brian (Terry Jones, 1978). Cualquier actor o cineasta que se posicione políticamente se convierte en objetivo potencial de prejuicios, y no siempre para mal. La mejor defensa de la libertad de expresión es mantener neutro nuestro juicio crítico. Aunque defender la libertad de expresión en España sea, últimamente, un deporte de riesgo. Que se lo pregunten a Miren Gaztañaga, actriz de El guardián invisible (Fernando González Molina, 2017) o a Borja Cobeaga, director y guionista de Fe de etarras (2017).

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